-Por Dios, niña, harás que me dé un infarto si no es que el señor Antonio me asesine antes.
Catalina me reprendía mientras entraba por la puerta de mi alcoba después de haber vuelto del establo donde estaba con Luna, mi yegua. Todas las noches escapaba a ese lugar para salir un rato, dar un paseo y respirar aire fresco, lejos de esta mansión que parecía una prisión.
-Nana Cata, estoy bien -indiqué después de haber entrado a la habitación, y ella comenzó a revisarme de pies a cabeza.
-No puedes seguir haciendo esto, ya no eres una niña -sus regaños continuaban-. ¿Te has puesto a pensar qué pasaría si tu padre se entera de que todas las noches te escapas en tu caballo? ¿O tu madre? Asesinaría a todo el personal, incluyéndome, por no tenerte quieta en ningún momento. Sabes que él es capaz de eso y mucho más por ti.
En algo sí tenía razón; mi padre nunca se tentaría el corazón para asesinar a alguien por mí. Debería pensar en los demás y no solo en mí.
Pero estar encerrada en esta enorme mansión me estaba consumiendo hasta casi volverme loca. Quería salir, ser libre como el viento. Pero eso era imposible para mí, era una Cavalli y tenía prohibido salir si no era con vigilancia.
Aunque tuviera una vida llena de lujos y sin faltarme nada, con una familia que me amaba y me protegía, no todo era perfecto.
Después de los regaños de Nana Cata, tomé una ducha para irme a meter a la cama. Mañana me esperaba un día largo.
Al día siguiente me arreglé para acompañar a mi madre al hospital infantil donde ayudaba con caridad a muchos niños enfermos. Amaba hacer esto; era una de las tantas cosas por las que me gustaba ser una Cavalli. Mi familia siempre pensaba en ayudar a los más necesitados, y mis padres me enseñaron a cumplir con el mismo deber que todos los Cavalli han hecho durante décadas.
Estaba orgullosa de mi familia, de mis padres. Para mí, era un orgullo llevar el apellido Cavalli con la frente en alto.
-Ve a darte una ducha y ponte más bonita -pidió mi madre después de bajar del auto mientras entrábamos a casa.
-Madre, no quiero estar en esa cena de negocios, sabes que eso me aburre demasiado. No me obligues, por favor -me quejé con una súplica.
-Fiorella, obedece por favor lo que te he dicho -sin discutir más, se alejó, dejándome ahí.
Odiaba estar presente en esas cenas, en las que me obligaban a estar siempre que había una. No sé por qué razón tenía que asistir; yo no sabía nada de negocios y tampoco es que quisiera saber.
Cerré la puerta de mi alcoba con frustración. Pero antes de dejarme caer en la cama, mi revoltoso pequeño hermano saltó sobre mí.
-¡Bu! -gritó mientras saltaba, haciéndonos caer juntos en el suave colchón.
-¡Ah! Mi pequeño hermano revoltoso quiere cosquillas -él negó, pero yo lo ataqué hasta hacerlo retorcerse de risa.
-¡Para, Fiorella, para! Me rindo... -agregó con dificultad-. No es justo -hizo un gesto cuando se quejó-. Yo quería asustarte.
-Eso es imposible, hermanito. Te conozco muy bien.
Volvió a hacer otro gesto y se bajó de la cama de un salto. Vi cómo se acercaba a la cómoda lentamente y disimulando, y de repente tomó mi móvil y gritó antes de salir disparado.