Todo, absolutamente todo, había sido complicado desde que salí de la manada. Nunca imaginé que todo lo que conocía, todo lo que daba por sentado, se desmoronaría tan rápido. Los libros que había tomado me ayudaron a comprender una historia mucho más compleja de lo que había imaginado. Me hablaban de la verdadera creación, de las líneas que separaban a los mundos y de los dioses o gobernantes que los regían, seres tan poderosos que su presencia misma parecía afectar la realidad. No era solo una historia, era una verdad oculta, algo que había estado esperando a ser revelado, y yo, sin quererlo, era la pieza clave de ese rompecabezas.
Los sueños con Garret, el creador, se hicieron más frecuentes. A veces sentía que no era solo un sueño, sino una especie de comunicación más profunda. Él me guiaba, me ayudaba a despejar las dudas que los libros no podían responder, me enseñaba lo que era necesario para entender todo lo que me rodeaba. Había algo en su presencia que me inquietaba, una sensación de que estaba viendo más allá de lo que yo quería mostrarle. A veces, sus palabras parecían sacarme de mi zona de confort, pero era imposible ignorarlo, no cuando sentía que estaba en peligro de perderme por completo en todo lo que estaba sucediendo. Y lo peor de todo es que, a pesar de su ayuda, algo en mí comenzaba a sentir que había algo más detrás de sus palabras, algo que no quería ver. Algo que no quería decírme.
La cabaña encantada en la que me encontraba ahora había sido un refugio, pero también una prisión. Logré mantenerme oculta de todos gracias al mapa de uno de los libros, ese que solo la portadora podía encontrar. En ese momento, todo encajó de manera aterradora: yo era la portadora.
No quería serlo. No quería cargar con esa maldita responsabilidad, no quería ser la que tuviera que tomar decisiones que afectaran a tantos, no quería ser parte de una guerra que no pedí, ni que deseaba.
Pero, al mismo tiempo, sabía que no tenía opción.