Ese príncipe es una chica: La compañera esclava cautiva del malvado rey
Mi esposo millonario: Felices para siempre
El arrepentimiento de mi exesposo
Novia del Señor Millonario
No me dejes, mi pareja
Extraño, cásate con mi mamá
Destinada a mi gran cuñado
Diamante disfrazado: Ahora mírame brillar
Renacida: me casé con el enemigo de mi ex-marido
Regreso de la heredera mafiosa: Es más de lo que crees
Era de madrugada cuando Manuel Pedreira salió de la casa de su amante tras haber pasado la noche con ella. Se había despedido con un beso y salió a la calle con una gorra azul naval y unas gafas oscuras para que nadie lo reconociera. Su fama en la política del país lo obligaba a tomar precauciones en lo referente a su vida personal.
Desactivó la alarma de su auto, abrió la puerta del conductor y, justo cuando se disponía a entrar, sintió un pinchazo en su cuello que lo hizo soltar las llaves del auto al perder el conocimiento. Una mujer joven y delgada, vestida con un jean, una blusa negra de mangas largas ceñida a su cuerpo, tenis negros, y gafas oscuras le sostuvo. Su cabello negro lo traía recogido en una dona, cubierto con una gorra negra deportiva. Llevaba puestos unos guantes transparentes.
Abrió la puerta trasera y lo recostó en el asiento, cerró la puerta y recogió las llaves del asiento del conductor donde habían caído. Se sentó en el asiento del conductor, encendió el auto y condujo hasta un viejo teatro en remodelación. Estacionó en el parqueadero, bajó del auto y buscó una silla de ruedas que había dejado escondida en el vestíbulo la noche anterior. Procedió a sacar a Pedreira del asiento trasero y lo sentó en ella.
Lo llevó hasta el escenario donde había una silla metálica y una mochila negra. Le puso ambos frenos a la silla de ruedas, sacó un rollo de cinta adhesiva industrial color gris de la mochila y procedió a amarrar con ella sus manos y pies a la silla de ruedas. Le tapó la boca con un pedazo de la cinta. Pedreira seguía dormido.
Se quitó la ropa quedando al descubierto el baby doll negro que traía puesto compuesto por un brasier de encaje, medias largas transparentes sujetadas a una tanga con dos tiras negras a cada lado.
Sacó una bolsa pequeña de cosméticos de la mochila, sacó un labial color rojo escarlata y se lo aplicó en los labios y fuera de ellos como lo haría una niña inexperta. Daba la impresión de que tenía sangre en la boca. Para ocultar su identidad, se puso un antifaz negro tejido. Finalmente, sacó una botella de agua como de litro y medio de la mochila y se sentó en la silla metálica justo frente a él a esperar a que despertara.
Una hora después, se levantó de la silla y le arrancó de un tirón la cinta de los labios mientras él gritaba de dolor e impotencia.
— ¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué hago aquí?! ¡¿Quién eres tú?!
La mujer agarró su cabello apretando los dientes con rabia.
— Tu hija, Silvia Figueroa, me contrató. Me dijo que le pagaste a un hombre para que la secuestrara y asesinara.
— Creo que me estás confundiendo, ¡yo no tengo ninguna hija!
La mujer lo escupió.
— Te enfureció que ella te haya denunciado públicamente por haber golpeado brutalmente a su madre. Nadie le creyó entonces, pero yo sí al ver las fotos que ella te tomó mientras lo hacías. Aquel hombre no logró matarla, pero la violó. Por fortuna, ella pudo matarlo y escapar para tomar venganza. Por eso, Manuel Pedreira, estás aquí.
Lo soltó bruscamente y golpeó su rostro con toda su fuerza rompiendo su nariz.
— ¿Quién rayos eres? ¡Te juro que esto te va a costar muy caro!
— Puedes llamarme “Mamba”.
— ¡Haz lo que tengas que hacer, Mamba! ¡Silvia y su madre solo fueron un error, el mayor de todos los que pude haber cometido en mi vida!
Mamba lo miró iracunda.
— Esto es por la madre de Silvia.
Mamba destapó la botella de agua y se la dio a beber a la fuerza. Pedreira intentó evitarlo pero fue inútil. Comenzó a toser tratando de vomitar.
— Y esto es por Silvia.
Mamba roció el resto de agua sobre su cara y tiró la botella. Luego volvió a taparle la boca con un nuevo pedazo de cinta adhesiva. Manuel Pedreira intentó liberarse con todas sus fuerzas pero la droga que contenía el agua comenzó a hacerle efecto. Su visión se tornó borrosa, sintió mareos y se desmayó.
Al ver su obra terminada, Mamba aplaudió provocando así una lluvia de ecos palpitantes entre las paredes deterioradas de aquel viejo teatro mientras una sonrisa maquiavélica se asomaba en sus labios al ver la agonía en el rostro de Pedreira. Ver su frente sudorosa al igual que su mirada de terror le causaba gran placer.
El Detective Castillo llegó al teatro tras haber recibido la llamada de la amante de Pedreira quien había visto cómo la Mamba lo había golpeado y secuestrado. Él solo tuvo que rastrear la ubicación del auto del Senador con el número de matrícula proporcionado por la testigo.
Estacionó junto al auto de Pedreira y, sacando su arma, se apresuró a ingresar tomando las debidas precauciones. Al ver que no había nadie en el primer piso, subió al segundo por una rampa y caminó lentamente por un pasillo que conducía al escenario. Algo le decía que era justo allí donde se encontraba Pedreira.
Mamba se ubicó detrás de Manuel Pedreira y, en un movimiento ligero, colocó una soga alrededor de su cuello.
— ¡Alto! ¡Manos arriba! — dijo Castillo alzando la voz.
Mamba tembló al escuchar aquella voz firme y varonil, casi militar, tan cerca de ella.
— ¡Quieta o te juro que disparo! ¡Las manos detrás de la cabeza! — ordenó la voz.
Se trataba de un hombre corpulento, más alto, y mayor que ella. Llevaba un chaleco antibalas sobre su camisa blanca abotonada arremangada, y unos jeans azul oscuro. Le apuntaba a su espalda con un arma. Mamba dejó caer la soga al suelo y colocó sus manos detrás de su cabeza como él le indicó. Castillo la observó de arriba a abajo, prestando especial atención al tatuaje en su espalda baja.
— ¡Lindo tatuaje! ¿Qué es? ¿Una serpiente?
Mamba sonrió.
— Es una mamba. ¿Le gusta?
Castillo la rodeó despacio sin dejar de apuntarle.
— Detective Frank Castillo. — le informó mostrando su placa.
Mamba admiró aquel rostro reconociendo que tenía ante ella a un hombre apuesto a pesar de la edad. Le fascinó su barba negra con aquellas tonalidades grises salteadas de canas, su cabello del mismo color, sus cejas gruesas y unos labios que la sedujeron.
— Es un verdadero placer conocerle, Detective Castillo. — respondió Mamba con voz sensual.
— Está arrestada, señorita. Acuéstese bocabajo en el suelo, porfavor.
— ¿Acabamos de conocernos y ya nos llevamos así, Detective Castillo? — preguntó con sensualidad.
— ¡Al suelo, ahora!
Mamba bajó las manos.
— No permitiré que me arreste, no he hecho nada malo. Al contrario, estoy haciendo justicia!
— Le dije que se acueste en el suelo bocabajo, si no lo hace tendré que...
— ¡¿Qué?! ¿Qué hará Detective Castillo? ¿Obligarme?
— ¡No me tientes, muchachita!
— ¡Un hombre apuesto y difícil! ¡Justo como me gustan!
La Mamba emitió una carcajada.
— ¡Al suelo! ¡Ahora! — gritó iracundo.
— ¡Le gusta dominar! — rio. — Estabien, Detective Castillo, usted arriba y yo abajo.