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Me sentía nerviosa. Era la primera vez que iba a ser parte de este tipo de juegos, aunque, a decir verdad, lo esperaba con mucha ansiedad.
Solía ser del tipo de mujer que pasaba horas fantaseando con cada línea de aquellos libros calientes que me encantaba leer; sin embargo, eso no era nada en comparación con lo que mi cuerpo experimentaría en unas horas.
Sabía que en la ciudad había un club en donde uno podía ir en pareja o soltero a experimentar diferentes practicas sexuales, por lo que, luego de pensarlo y meditarlo por mucho tiempo, estaba esperando a ingresar.
Dentro, el ambiente era fascinante y provocativo. Mujeres y hombres se disfrutaban sin inhibiciones, por un lado, y por el otro, quienes lo miraban fascinados.
Debía admitir que observar aquello provocaba en mi interior un deseo incontrolable por llegar al reservado y que comenzara el juego.
Según me habían explicado, una vez dentro de las sesiones, no teníamos nombre ni pasado e incluso, las sumisas teníamos prohibido poder ver al Señor. Así debíamos llamarlo.
Sabía que tan pronto estuviera dentro, debía despojarme de todas las prendas que cubrían mi cuerpo, y eso mismo hice.
Me tomé unos segundos para apreciar el espacio alrededor, pero con la poca luz que iluminaba el sitio, solo pude distinguir una tarima en el centro y bultos alrededor. Supuse que se trataba de los diferentes instrumentos de tortura sexual. Así conocía yo a esos objetos utilizados en este tipo de sesiones.
Una vez que me desnudé, recordé como debía esperar a mi señor y eso mismo hice. De rodillas en el suelo, mis manos con las palmas hacia arriba y mi cabeza mirando el suelo.
«Por nada del mundo debes mirar, a no ser que sea el señor quien se lo indique», recordé las palabras de la recepcionista de esta sección, por lo que no quería desobedecer. Pensar en que podría perderme de un momento altamente excitante era algo que no me perdonaría.
Los segundos de espera parecían eternos e incluso contaba para mis adentros hasta que el sonido de la puerta abrirse me sobresaltó.
Mi yo interior era un manojo de nervios y la emoción de lo que ocurriría después, hizo que una sensación punzante se alojara en el fondo de mi intimidad. Estaba ansiosa por comenzar el juego.
Aun tenía mis ojos a la vista, pero eso no dudó por mucho ya que, cuando él se acercó, se posicionó detrás de mí y tras su orden de cerrar mis ojos, la fría tela de seda me cubrió la vista.
Su cercanía hizo que todo mi cuerpo se erizara, y cuando habló, temblé.
—Ansioso de tenerte aquí—, señaló con sarcasmo y escuché como cerró la puerta. —Eres la primera que ha tenido el descaro de hacerme esperar. Eso no está bien ¿Qué crees que debería hacer contigo? —No dije nada. Hasta donde me habían informado, no se le permitía la palabra a la sumisa a no ser que sea el señor quien lo permitiera y no le he escuchado darme ese permiso. Un golpe en mis senos me sobresaltó y a continuación, su exigencia—: ¡Respóndeme! ¿Qué debería hacer por hacerme esperar?
—Castigarme, Señor—. Aunque tenía prohibido verlo, sabía que estaba parado delante de mí. Para ser sincera, no sabía si había dejado a propósito algo de visión, porque me di cuenta de que podía ver parte de sus pies desnudos y el borde de su pantalón de vestir.
Mi mente comenzó a divagar sobre cómo sería el resto de su cuerpo, y la imagen de un hombre en cueros, con el torso bien marcado y la cremallera de su baja, lo que hizo que, fantasear con el sabor de su enorme y grueso miembro erecto me hiciera agua la boca.
—Castigarte, ¿eh? —preguntó con vos enérgica y grave, mientras comenzaba a caminar a mi alrededor. Completó un círculo y medio hasta que al fin se detuvo en algún lugar fuera de mi línea de visión. Después de unos segundos de silencio, lo escuché caminar hacia uno de los estantes que contenían juguetes. Claramente sabía lo que quería, porque en poco tiempo estaba detrás de mí de nuevo, pidiéndome que colocara mis manos detrás de mi espalda para amarrarlas. Para entonces, mi vagina palpitaba y mi tanga estaba empapada—. Levántate —ordenó y procedió a ayudarme con la tarea. Una vez que me puse de pie, me acompañó hacia la mesa y me hizo inclinarme sobre ella, con la frente presionada contra la dura madera. Me quitó la prenda interior y se apartó de mi lado una vez más, solo para regresar poco después con una cuerda para atar mis pies a las piernas de la mesa, obligándolas a permanecer abiertas. Me mordí el labio inferior, encendida por la anticipación. » Cuando deslizó sus dedos dentro de mí, sintió la humedad caliente envolviéndolo y regodeándose, preguntó—: ¿Esto es para mí?
—Sí, señor —dije con una profunda necesidad de continuar con su toque y me lo concedió. Pegó sus labios a mi oreja derecha y buscó más profundidad, luego me recordó que las malas acciones siempre tienen consecuencias.
—Aun así, necesitas ser castigada —hizo una pausa y prosiguió—: veinte azotes. Dobles, por cada minuto que me has hecho esperarte…
—Fueron solo 10 —me quejé.
—Y otros cinco, por ser irrespetuosa. Acaso ¿debo recordarte que solo si te concedo la palabra puedes hablar? —negué con la cabeza y mordí mi labio inferior expectante a lo que ya sabía que me pasaría. De pronto algo apretó con fuerza mi pezón derecho y no pude evitar soltar un gemido. — Serán 25 en total, mi diosa.
Escucharlo nombrarme así, hizo que me estremeciera y aquel dolor intenso de sus dedos en mi pezón se sintió agradable.
Como recordaba, no estábamos autorizados a conocer nuestros nombres, pero tampoco me habían pedido uno por el cual me llamaría, por lo que, mi diosa, era bastante agradable.
Estaba perdida en mis propios pensamientos cuando, sin previo aviso, metió algo dentro de mí y comenzó a vibrar en su máxima potencia. Era un vibrador.
Jadee a viva voz.
—Sh… si gritas mucho, no podrás escuchar lo que deseo pedirte—me dijo y dió una fuerte palmada sobre mi sensible clítoris. —Debes contar, mi diosa —ordenó.
Escucharlo llamarme de esa manera me fascinaba. Me volvía loca.
La primera nalgada me tomó por sorpresa, a pesar de que sabía que venía. No picó demasiado, aunque dejó una sensación familiar de hormigueo en mi glúteo derecho. La sensación más impactante vino del vibrador, que logró presionar mi punto G y hacerme consciente de mi vagina húmeda y palpitante, entonces recordé que debía contar—: Uno— jadeé.
Como de costumbre, me dio la siguiente nalgada en el glúteo opuesto y la tercera entre mis piernas, haciéndome gemir —dos— y —tres—. Cada golpe picó un poco más que el anterior, pero la sensación de placer creció exponencialmente. Estaba tan excitada por las primeras tres nalgadas que mi discurso se volvió ininteligible después, los números que grité imposibles de entender. Las lágrimas cayeron de mis ojos, no tanto por el dolor en sí, sino por el esfuerzo que me llevó no llegar al orgasmo.
«Recuerda, solo debes liberarte si el señor te lo concede», recordé una regla excepcional. No quería hacer nada que me llevase a que ese frenesí de lujuria se acabara.
Si mi señor quería prolongar la tortura, entonces seguiré soportándolo.
—No puedes terminar—, me recordó con su voz dominante, luego de que me observara temblar descontroladamente a punto de alcanzar el éxtasis divino en sus brazos. No respondí, y él quitó de manera brusca el vibrador de mi interior.
—Maldita sea —se me escapó. Él tomó mi cuello con fuerza y me sorprendió con un violento beso.