Sangre en la Nieve, Una Vida Perdida

Sangre en la Nieve, Una Vida Perdida

Gavin

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Capítulo

En nuestro sexto aniversario, descubrí que mi prometido, Ricardo, le había regalado el relicario de mi abuela, una joya de familia, a su "frágil" colega, Carmen. Cuando lo encaré, me dio una bofetada que me partió el alma. Luego me arrastró a la nieve y me obligó a arrodillarme para pedirle perdón a Carmen por haberla molestado. El estrés y su violencia provocaron que perdiera al bebé. Estaba perdiendo a nuestro hijo ahí mismo, a sus pies. Él ni siquiera notó la sangre que manchaba la nieve. Estaba demasiado ocupado consolando a la mujer que eligió por encima de mí y de nuestro hijo. Esa noche me fui y nunca miré atrás. Tres años después, tras construir una nueva vida y una pastelería exitosa, apareció en mi puerta, hecho un fantasma, muriendo de cáncer. Se desplomó, tosiendo sangre a mis pies, suplicando un perdón que yo ya no tenía para darle.

Capítulo 1

En nuestro sexto aniversario, descubrí que mi prometido, Ricardo, le había regalado el relicario de mi abuela, una joya de familia, a su "frágil" colega, Carmen.

Cuando lo encaré, me dio una bofetada que me partió el alma.

Luego me arrastró a la nieve y me obligó a arrodillarme para pedirle perdón a Carmen por haberla molestado. El estrés y su violencia provocaron que perdiera al bebé. Estaba perdiendo a nuestro hijo ahí mismo, a sus pies.

Él ni siquiera notó la sangre que manchaba la nieve. Estaba demasiado ocupado consolando a la mujer que eligió por encima de mí y de nuestro hijo.

Esa noche me fui y nunca miré atrás.

Tres años después, tras construir una nueva vida y una pastelería exitosa, apareció en mi puerta, hecho un fantasma, muriendo de cáncer.

Se desplomó, tosiendo sangre a mis pies, suplicando un perdón que yo ya no tenía para darle.

Capítulo 1

Mi vida perfecta se hizo añicos en el momento en que vi el relicario antiguo, el que Ricardo me había prometido que era para mí, colgando del cuello de Carmen Wells. No era el relicario en sí, sino la forma en que pendía, como un secreto íntimo ahora expuesto abiertamente, lo que desgarró seis años de mi devoción como un cuchillo sin filo. Mis manos temblaban mientras llevaba el pay de manzana con canela recién horneado a través del lujoso departamento en las montañas de Monterrey, el aroma a canela y nuez moscada era una burla cruel de la cena de aniversario que había preparado con tanto esmero.

-¡Mi amor, ya llegué! -la voz de Ricardo retumbó desde la sala, una calidez familiar que de repente se sintió extraña. Mi corazón, un soldado leal en su ejército durante tanto tiempo, comenzó a batirse en una frenética retirada.

Lo encontré ya al teléfono, de espaldas a mí, con los hombros encorvados de una manera demasiado relajada para un hombre que acababa de destrozar mi mundo. El relicario brilló cuando se giró ligeramente, una confirmación nauseabunda.

-¿Todo bien? -pregunté, mi voz apenas un hilo, casi irreconocible. Dejé el pay sobre la pulida mesa del comedor, el ruido fue demasiado fuerte en el repentino silencio.

Se giró, sus ojos, usualmente tan agudos y seguros, ahora tenían un destello de algo que no pude identificar del todo: culpa, tal vez, o fastidio.

-Sí, solo un problemita con Carmen. Ya sabes, su ex otra vez. Siempre causando problemas.

Se me revolvió el estómago.

-¿Carmen?

Asintió, ya distraído, tamborileando los dedos con impaciencia sobre el elegante celular.

-Sí, está teniendo una noche difícil. También hubo algo de drama en la oficina. Le dije que yo me encargaría.

-¿Encargarte de qué, exactamente? -las palabras se sentían como lija en mi garganta. Observé su rostro, buscando una señal, cualquier señal, de que esto era un malentendido.

Finalmente me miró, me miró de verdad, y su mirada pareció deslizarse sobre mí.

-Solo... su bono especial por su situación. Y algunas otras cosas. Es madre soltera, Sofía. Depende de mí.

-¿Y qué hay de mí, Ricardo? -el relicario parecía pulsar con una luz maligna-. ¿Qué hay de nosotros?

Suspiró, un sonido pesado e impaciente.

-Mira, ¿podemos no hacer esto esta noche? Ha sido un día largo. Carmen me necesita. Es frágil.

-¿Frágil? -mi voz se quebró-. Ese relicario, Ricardo. Se suponía que ese relicario era para mí. Lo prometiste.

Su rostro se endureció.

-Es solo una joya, Sofía. Un detalle. Carmen lo necesitaba más. La hizo sentir segura.

Se me cortó la respiración.

-¿Segura? Regalaste la joya de mi familia. La que perteneció a mi abuela. La que juraste que nunca perderías de vista.

Puso los ojos en blanco.

-Es una chatarra sentimental. Puedo comprarte uno mejor. Uno de diamantes de verdad. ¿Cuánto quieres? Ponle precio. -hizo un gesto despectivo con la mano libre, como si espantara una mosca.

-¡No puedes ponerle un precio a eso, Ricardo! ¡No puedes ponerle un precio a nosotros! -mi voz se elevaba ahora, cruda y desesperada.

-¿Nosotros? -se burló, su rostro se contrajo en una mueca que nunca había visto antes, una máscara fría y dura que borraba años de risas y sueños compartidos-. No hay "nosotros" cuando te pones así. Carmen está mal en este momento y me necesita. Está esperando que vaya a verla.

-¿Ir a verla? -mi mundo se tambaleó-. ¿Esta noche? ¿Nuestro aniversario?

-No seas dramática, Sofía. Es vulnerable. A diferencia de ti. -sacó su cartera, un fajo grueso de billetes apareció como por arte de magia. Los arrojó sobre la mesa-. Toma. Ve y cómprate algo bonito. Y no me llames. Necesito asegurarme de que Carmen esté bien.

Los billetes revolotearon como confeti burlón. Mi visión se nubló, la habitación giraba.

-¿Me estás echando? ¿Por ella?

-Solo por esta noche. Ve a calmarte. Y discúlpate con Carmen la próxima vez que la veas. Realmente la molestaste. -sus palabras eran hielo, clavándose en mi corazón.

Se dio la vuelta, agarró su abrigo y se dirigió a la puerta.

-Volveré cuando te hayas calmado. O cuando Carmen ya no me necesite.

La puerta se cerró de golpe, sumiendo el departamento en un silencio más escalofriante que cualquier grito. El aroma del pay, antes reconfortante, ahora se sentía como un sudario. Un dolor agudo y repentino me atravesó el abdomen y mis piernas se doblaron. Me aferré a la mesa del comedor, el borde clavándose en mis costillas. La habitación se tambaleó. Miré hacia abajo y una mancha roja y oscura floreció en el blanco impecable de mi vestido, extendiéndose lenta, irrevocablemente. Mis rodillas golpearon el suelo con un ruido sordo, no por la caída, sino por la repentina y aterradora comprensión de lo que estaba sucediendo.

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