La Princesa de Mafia

La Princesa de Mafia

Virginia Peraza

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Capítulo

Dominika Volkova: Hija del Boss, Princesa de la Bratva, belleza y letalidad combinada. Desde que nació ha regido su vida por medio de las leyes de la mafia: «Somos la Bratva, nosotros establecemos el estándar.» Su familia marca el estándar en el bajo mundo, el poder que el resto de los clanes quieren alcanzar. Y todo será suyo algún día, por eso es que ha entrenado con sudor y sangre. Nació dentro de la Bratva y moriría por esta, no hay punto medio. Es por eso que siempre ha tratado de ser perfecta. Un arma letal sin espacio para emociones tan básicas como el amor, lamentablemente se dejó llevar por algo mucho peor... La pasión. El odio que siente por el protegido de su padre solo es superado por el deseo que tiene de él. Alonzo Rinaldi ha sido criado por el Boss desde que su padre lo entregó a la Bratva. Dentro de su código solo existe la palabra lealtad hacía esta. Después de todo lo consideran un miembro más de la familia. Desde niño se crió con los hijos del Boss, incluida la llamada princesa de la Bratva: Dominika Volkova. Nunca se ha llevado bien con ella, lo único que existe entre ambos es rabia y desagrado. Así que no entiende porque parece no poder dejar de pensar en aquella rubia con cuerpo de infarto y lengua venenosa. Las cosas solo empeoraron el día que lo asignaron como guardaespaldas de esa chica malcriada. Era evidente que a ella tampoco le gustaba la idea Debido a un incidente ambos terminan comprometidos para mantener las apariencias y el honor de la Bratva. Las chispas empiezan a saltar entre ellos, descubriendo que debajo de todas esas miradas asesinas y comentarios hirientes, existen una pasión que arde con la fuerza para incendiarlos.

Capítulo 1 1

La sangre goteaba de mi haladie, produciendo un tétrico sonido que generaba un miedo paralizante. Di varios pasos hacia adelante, fijando la mirada en mi próxima víctima. Unos ojos azul zafiro se reflejaron en dos cuencas oscuras y cargadas de pavor. Sonreí perversamente, deslizando la punta de mi lengua por el labio inferior. Estiré la mano para tomarlo del brazo.

-Tranquilo, no voy a cortarte de nuevo -susurré, al ver que encogió la extremidad por instinto-. Eso; si eres un buen chico, quizás puedas vivir después de lo que has hecho.

Podía sentir su pulso acelerado y cómo empezaba a temblar. Contemplé, complacida, el corte que se extendía desde el antebrazo hasta la muñeca. Sin miramientos, posé la punta de la daga sobre la herida, de la cual comenzó nuevamente a brotar sangre.

Los gritos de agonía llenaron la bodega donde me encontraba y pequeñas convulsiones recorrieron el cuerpo de aquel hombre, que continuaba atado a la silla. Quité repentinamente el haladie y observé el rostro cubierto por el sudor perlado.

-Recuérdame, ¿qué hiciste para ser castigado? -interrogué con voz melosa-. No creo que puedas aguantar mucho más si no vas a un hospital, así que empieza a hablar. -Lo tomé del cuero cabelludo y lo empujé de nuevo hacia atrás-. ¿Y bien? -Canta, canta.

-Lo siento, por favor, piedad, lo siento mucho -dijo con voz rasposa-. Perdóneme -pidió entre lágrimas de dolor.

Una carcajada brotó de mi pecho.

-¿Piensas que deseo tus disculpas? -pregunté con fingida diversión-. Espero que tengas un buen viaje al infierno; quizá nos encontremos algún día -aseguré-.

Procedí a clavarle el haladie justamente en el corazón. La sangre brotó a borbotones de su boca, manchándome el rostro en el proceso. El cuerpo se agitó, convulsionando durante unos cinco minutos, hasta que por fin dejó de moverse. Suspiré y retiré el arma, limpiándola con el dorso de mi camiseta negra de estilo militar.

-Desháganse del cuerpo -ordené a mis hombres antes de darme la vuelta y marcharme.

No esperé su respuesta; salí inmediatamente de la bodega. El olor a sangre se propagó pronto y me provocó náuseas. Retiré mis guantes, lanzándolos en un contenedor de basura, y empujé la puerta.

-¿El trabajo está hecho? -preguntó uno de mis guardias, tendiéndome un pañuelo para que me limpiara la cara. Asentí mientras lo hacía.

-Eso les enviará un mensaje a esas ratas -afirmé con asco-. Para que sepan que no tienen permitido imitar nada de la Bratva -declaré.

Mi guardaespaldas asintió y me entregó una gabardina negra junto con mis gafas de sol. Saqué una cajetilla de cigarrillos del bolsillo y encendí uno. La nicotina, al viajar por mi sistema, relajó mi cuerpo; frente a mí se formó una nube de humo espeso. Guardamos silencio cerca de cuarenta minutos, hasta que por fin el resto de mis hombres salió.

-Todo listo, princesa -informaron con un movimiento de cabeza-. Se hizo tal como usted lo dispuso -dijo mi jefe de seguridad.

-Con eso aprenderán a elegir mejor con quién meterse -dije, dejando caer el cigarro al suelo y aplastándolo con el tacón de mi bota-. Vámonos; seguramente nos están esperando en la Fortaleza.

Uno a uno subimos a las dos camionetas que traía la escolta. Ya habíamos salido de la ciudad y circulábamos por la carretera cuando mi teléfono sonó. Atendí nada más mirar el nombre en pantalla.

-¿Solucionaste el problema? -indagó mi tía Veronika, yendo directamente al grano.

-Por supuesto, no hay trabajo demasiado grande para mí -respondí.

-Quiero un informe completo cuando nos veamos mañana -exigió, y luego colgó.

Guardé el celular y suspiré, apoyando la cabeza contra la ventana del vehículo. La hermana de mi padre no era precisamente una mujer conversadora. Jamás esperaría de ella un «¿Cómo estás? ¿Resultaste herida?». Iba directo al punto, y agradecía que no se fuera por las ramas preguntando cosas obvias.

Hace más o menos dos semanas empezaron a presentarse problemas en uno de los clubes que manejaba mi tía. Una pandilla de narcotraficantes vendía drogas adulteradas a los clientes, lo que provocó cinco muertes. Quizá no parecían muchas, pero sí las suficientes para llamar la atención de la policía sobre nosotros. Fue por ello que me pidió encargarme del asunto, y gustosa lo hice.

Unos días atrás dimos con su líder y hoy, por fin, pudimos darle de baja. En mi territorio nadie andaría libremente sin pagar las consecuencias. Rusia era de la Bratva y nada pasaba sin que la familia Volkov estuviera completamente enterada.

-Date prisa, quiero quitarme esta sangre cuanto antes -apremié, mirando al chófer por el espejo retrovisor-. Y ya lo sabes, ni una palabra de esto a mis padres o terminarás sin lengua.

Pronto llegamos al pueblo; atrás habíamos dejado el espacio urbano. De aquí en adelante la mafia rusa tenía control total de la población. El Boss era verdugo, ejecutor y juez: solo él decidía la vida de todos, siendo leal con quienes le habían demostrado fidelidad. Muchos negocios ya estaban abiertos o empezaban a abrir.

No me sorprendía; partimos en la madrugada y el sol ya estaba saliendo por el horizonte.

-Hemos llegado, princesa -informó el chófer. Asentí y él se bajó para abrirme la puerta-. Me informaron que la koroleva ya está despierta, así que le recomiendo entrar por el campo de entrenamiento.

-¿El Boss? ¿Los gemelos? -pregunté, apartándome varios mechones plateados del rostro. El invierno ya empezaba a llegar a Rusia.

-Los tres siguen dormidos, pero le recomiendo no hacer mucho ruido -respondió, apartándose.

Asentí y apreté el abrigo contra el cuerpo. Di la vuelta a la Fortaleza. En el campo de entrenamiento ya había varios hombres y mujeres entrenando; algunos me saludaron al reconocerme, pero la mayoría me regaló una mirada de respeto por mi estatus.

El ambiente estaba silencioso cuando entré en la propiedad. Me quité las botas para no hacer ruido y avancé con total sigilo; llegar a mi alcoba era cuestión de vida o muerte.

Si cualquiera de mis padres descubría mis andanzas en la madrugada, esto no terminaría bien. Podía hacerle frente al Boss, pero jamás a la Koroleva. De solo pensarlo, temblaba.

Solté un suspiro de alivio al estar frente a la puerta de mi habitación. Tenía la mano sobre el pomo, a punto de abrir, cuando sentí una figura detrás de mí; me giré de inmediato. Tragué saliva al ver al hombre de pie frente a mí.

-Buen día, señorita Dominika -saludó Vicente Sartorini con semblante acusatorio.

Precisamente tenía que toparme con él.

Tuve que contenerme para no rodar los ojos. Realmente no me sorprendía que el consejero de la Bratva estuviera merodeando como si fuese un maldito sabueso. Después de mis padres y del underboss, era quien ostentaba mayor poder dentro de la organización. Compuse una expresión sorprendida y sonreí con inocencia.

-¡Vicente! -exclamé, posando la mano derecha sobre el pecho-. Casi me matas de un susto; ¿qué haces por aquí tan temprano?

El consejero arqueó una ceja, sin creerse mi actuación. La mueca que formó en los labios provocó que mi cuerpo se estremeciera por la similitud con la que hacía mi padre cuando estaba a punto de lanzarme un regaño.

-Yo te iba a preguntar -dijo-, son casi las seis de la mañana, tigritsa; ¿a dónde vas tan temprano? -me preguntó, escrutándome de arriba abajo.

Al parecer había cambiado de opinión porque su tono no era de enojo, sino de genuina preocupación. Por supuesto que tampoco debía dejarme engañar: en la mafia todos éramos tramposos y lo que podía parecer una pregunta sencilla terminaría por convertirse en tu condena.

Lamentablemente, mi cerebro estaba demasiado cansado como para inventar una buena excusa.

-Acabo de despertar y bajé a tomar un vaso de agua -dije lo primero que se me pasó por la cabeza-. ¿Algún problema con eso?

Vicente chasqueó la lengua, fastidiado. Para el pobre hombre no debía ser fácil lidiar con ninguno de los hijos del Pakhan. Los gemelos y yo habíamos contribuido enormemente a la enorme cantidad de mechones blancos en su cabello, y en la notable aparición de arrugas en su piel, aunque jamás se lo diría.

-¿Así que decidiste ir por agua con botas de salir y una gabardina? -preguntó con ironía.

-No sabía que fuera un delito -respondí ipso facto. Una sombra de sonrisa apareció en la comisura de sus labios, pero desapareció con la misma rapidez.

-Tu padre quiere verte y me envió a buscarte -comentó por fin-. Así que sube a cambiarte; lo necesitas. -Miró mis botas-. En el despacho, en quince minutos.

Se marchó dejándome con la palabra en la boca, así que abrí la puerta de mi cuarto, enfadada. Si no lo considerara un padre más en mi vida, hace tiempo que habría ordenado que le cortaran la lengua por altanero.

Fui directo al baño y, después de una rápida ducha, me vestí con un suéter de punto color crema y unos jeans. No era bueno hacer esperar al Boss, así que recogí mi melena blanca en una coleta alta y salí en dirección al estudio que estaba en el mismo piso.

-Buen día, mi Boss -saludé en cuanto los voyeviki que custodiaban a mi padre abrieron la puerta-. Siempre es un placer verle.

Ojalá pudiera decir que el sentimiento era mutuo, pero la mirada leonina de papá me observaba como si quisiera arrancarme la cabeza. Estaba enojado y solo rezaba para que dicha emoción no tuviera que ver con mis andanzas para ajustar cuentas.

-Toma asiento -ordenó, señalando la silla frente a él. Obedecí. La tensión en el ambiente era demasiado densa como para cortarla con un cuchillo-. ¿Puedes explicarme qué significa esto? -demandó, lanzándome unos papeles.

Casi me desmayo al ver que eran fotografías. La imagen era de hoy y me mostraba entrando al almacén con el hombre que ya debía estar en el infierno. En la siguiente estaba yo saliendo, con el rostro salpicado de sangre. Alcé la vista hacia mi padre.

-Puedo explicarlo -aseguré lentamente.

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