Soy una joven afortunada. Nací en el seno de una familia de alta alcurnia y jamás me faltó nada. Rodeada de atenciones y elogios desde la infancia, siempre supe que mi destino sería ventajoso.
Sé que puede parecer presuntuoso, pero soy consciente de mi apariencia. Mis ojos, de un azul más intenso que los de mi padre, no pasan desapercibidos. Mi cabello castaño cae con suavidad sobre una piel clara que muchos comparan con la porcelana. Durante los paseos por los jardines y los bailes, sentía sobre mí miradas de admiración bajo la orgullosa vigilancia de mis padres.
Siempre supe que encontrarían para mí un esposo adecuado. Y, sin embargo, en lo más recóndito de mi alma albergaba la ingenua esperanza de casarme por amor.
Todo marchaba con apacible normalidad, hasta que los negocios de mi padre comenzaron a desmoronarse. En las noches silenciosas de nuestra casa, me convertí en testigo involuntario de discusiones sofocadas tras puertas entreabiertas.
Mis hermanos, aunque mayores, no lograban forjar su fortuna. Pero yo representaba una excepción: desde niña se me asignó un dote especial, cuidadosamente preservado para asegurar una buena alianza. En un momento crítico, yo era la única capaz de rescatar a la familia.
Poco después de alcanzar la edad legal para casarme, mi madre, radiante, me anunció que mi porvenir había sido sellado: sería la esposa del gran duque Quiroga.
-Eres tan afortunada, Elizabeth -dijo entre sueños de esplendor-. Imagina las galas, los carruajes, la vida noble...
Giramos juntas en un vals improvisado, y durante un instante, creí en la promesa que sus palabras tejían.
No comprendí la verdad hasta caminar hacia el altar, del brazo de mi padre. Y entonces lo vi.
Mi paso vaciló, pero su mano firme me obligó a avanzar al ritmo de la solemne melodía nupcial que emergía del piano de pared.
-Te comportas -dijo con voz baja y amenazante, aunque su sonrisa seguía intacta para los demás-. Te casarás con una radiante sonrisa en los labios o con los ojos húmedos por los correazos que te daré delante de todos. Pero le vas a contestar que sí al padre. ¿Entendiste?
Con desesperación busqué a mi madre entre la multitud, esperando su ayuda, su consuelo. Pero su mirada estaba fija en el suelo.
Cada paso me acercaba más al hombre que se convertiría en mi esposo: un noble de edad avanzada, pequeño, barrigón, envuelto en ropajes costosos. Vi pesar en algunas miradas del público, pero no en las de mi familia.
El duque me saludó con una voz ronca y pausada.
-Tan hermosa como recordaba. Espero que mi obsequio haya sido de tu agrado.
Un collar exquisito colgaba de mi cuello, testimonio de la venta silenciosa de mi libertad.
Permanezco en silencio.
-No hablas. Lo comprendo, debes de estar nerviosa. Al fin y al cabo, este es el momento más especial en la vida de una mujer. Por eso le di suficiente dinero a tu familia, para que tuvieras lo mejor en este día.
Es cierto. Todo aquí es perfecto. Mi vestido de novia es lo más lujoso y costoso que jamás haya visto, la iglesia está hermosamente decorada con flores y cintas de seda blanca, y llegué en un carruaje tirado por caballos blancos. Pero hay algo esencial que no tengo: un esposo al que pueda mirar sin repulsión.
¿Cómo puede ser tan cínico? ¿Cómo se atreve a hablar del "momento más especial en la vida de una mujer"?
El sacerdote inicia la ceremonia, y yo intento controlar la angustia que amenaza con quebrarme.
Obviamente, este hombre sabe que no deseo estar aquí. Si no, no se habría escondido de mí hasta este momento. Estuvo presente en mi celebración de cumpleaños y aunque no interactuamos, quedó prendado.
No comprendía por qué no se presentó ante mí antes, limitándose a enviar este collar. Ahora lo entiendo.
Cuando pregunté a mamá por qué no podía conocer a mi prometido antes de la boda, su respuesta fue tajante: "es de mala suerte".
Pero no era por eso. Era para evitar que intentara escapar, como tantas mujeres hacen ahora.
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Creía que ya había soportado lo más difícil: el intercambio de votos y el beso en la iglesia. Si sentir que retiraba el velo de mi rostro para luego acercarse y besarme me pareció repulsivo, no había forma en que pudiera estar preparada para lo que venía después de la recepción.
No podía hacer nada. Soy una mujer casada y mi obligación era partir con este hombre; al fin de cuentas, ya no me recibirían en mi casa.
Pensé que solo me restaba descansar, pero estaba muy equivocada. Al terminar la recepción, fui conducida a una de las habitaciones de la mansión, donde de inmediato me cambié y me metí entre las cobijas, dispuesta a llorar por largo rato mis penas. El duque se quedó departiendo con sus amigos y sus dos hijos. El sueño me alcanzó con rapidez.
No sé cuánto tiempo dormí, pero lo que sucedió después no lo olvidaré jamás. Aquel momento marcó mi existencia, me hizo sentir sucia, asqueada de mí misma. Y lo peor era que esa experiencia insistía en repetirse con una regularidad aterradora. Aunque, afortunadamente... duraba pocos minutos.
Las relaciones íntimas solo son satisfactorias para el hombre.