Mi Venganza, Mi Boda

Mi Venganza, Mi Boda

Gavin

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La puerta de mi vieja casa de campo se abrió de golpe, revelando la imagen que había intentado borrar por tres años. Allí estaba Ricardo Vargas, con su sonrisa arrogante y a su lado, Camila, su "prima", aferrada a él como una garrapata, mirándome con una mezcla tóxica de lástima y triunfo. Tres años. Tres infernales años desde que Ricardo me exilió aquí, al campo, para "aprender modales". "Sofía, mi amor", dijo con una falsa calidez que me revolvió el estómago. "Hemos venido a buscarte. Ya es hora de que vuelvas a casa". ¿Volver a casa? ¿Con ellos? La antigua Sofía, la huérfana "afortunada" que se arrastraba por las migajas de su atención, quizá lo hubiera hecho. Pero esa Sofía murió el día en que Ricardo me humilló frente a todos, ignoró mis súplicas y me calificó de desagradecida. Murió el día en que su indiferencia destrozó el único recuerdo de mi madre, un simple brazalete de plata que para mí valía más que toda su fortuna. Murió el día en que las palabras de Ricardo resonaron en mi cabeza: "Eres una huérfana, Sofía. Sin la familia Vargas, no eres nada". Esa Sofía ya no existía. "Lo siento, Ricardo", respondí, mi voz serena y clara, saboreando el momento. "Pero creo que hay un malentendido". Levanté mi mano izquierda, dejando que la luz del atardecer se reflejara en el sencillo pero elegante anillo de bodas que adornaba mi dedo. "Ya estoy casada". El silencio fue absoluto. Sus sonrisas se congelaron, la arrogancia de Ricardo se desvaneció, y Camila se quedó con la boca abierta. El juego había terminado. Y yo no era la que había perdido.

Introducción

La puerta de mi vieja casa de campo se abrió de golpe, revelando la imagen que había intentado borrar por tres años.

Allí estaba Ricardo Vargas, con su sonrisa arrogante y a su lado, Camila, su "prima", aferrada a él como una garrapata, mirándome con una mezcla tóxica de lástima y triunfo.

Tres años. Tres infernales años desde que Ricardo me exilió aquí, al campo, para "aprender modales".

"Sofía, mi amor", dijo con una falsa calidez que me revolvió el estómago. "Hemos venido a buscarte. Ya es hora de que vuelvas a casa".

¿Volver a casa? ¿Con ellos? La antigua Sofía, la huérfana "afortunada" que se arrastraba por las migajas de su atención, quizá lo hubiera hecho.

Pero esa Sofía murió el día en que Ricardo me humilló frente a todos, ignoró mis súplicas y me calificó de desagradecida.

Murió el día en que su indiferencia destrozó el único recuerdo de mi madre, un simple brazalete de plata que para mí valía más que toda su fortuna.

Murió el día en que las palabras de Ricardo resonaron en mi cabeza: "Eres una huérfana, Sofía. Sin la familia Vargas, no eres nada".

Esa Sofía ya no existía.

"Lo siento, Ricardo", respondí, mi voz serena y clara, saboreando el momento. "Pero creo que hay un malentendido".

Levanté mi mano izquierda, dejando que la luz del atardecer se reflejara en el sencillo pero elegante anillo de bodas que adornaba mi dedo.

"Ya estoy casada".

El silencio fue absoluto. Sus sonrisas se congelaron, la arrogancia de Ricardo se desvaneció, y Camila se quedó con la boca abierta.

El juego había terminado. Y yo no era la que había perdido.

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El zumbido del aire acondicionado en el aeropuerto apenas disimulaba el silencio entre Ricardo y yo; nuestro viaje a Oaxaca, planeado por meses como una pre-luna de miel, de repente se sintió como un último aliento. Justo cuando Ricardo me preguntaba si estaba emocionada, con esa sonrisa perfecta suya, vi a Elena. Venía hacia nosotros con su hija Isabella, esa influencer de viajes, la ex de Ricardo, la madre de su única conexión con un pasado que yo intentaba ignorar. La voz de Elena, demasiado alta, anunció que ellas también iban a Oaxaca, y la sonrisa de Ricardo se congeló, aunque rápidamente la transformó en una máscara de sorpresa forzada. Luego, la pequeña Isabella, con los ojos de su madre, se escondió detrás de Elena, mirándome con una evaluación inquietante, no la inocencia de una niña. Elena, con una falsa dulzura, comentó sobre mi atuendo: "Qué bonito tu conjunto. ¿Lo diseñaste tú?". Sabía que lo decía para recalcar que mi profesión era un "pasatiempo caro", algo que mi familia, y a veces Ricardo, creían. Y entonces, sin que yo pudiera procesar la humillación, Elena pidió sentarse con nosotros en el avión, alegando que Isabella "se sentía mal". Ricardo, en lugar de poner límites, solo miró a la niña que convenientemente empezó a toser de forma exagerada, y cedió. Nuestro espacio para dos se hizo añicos, y me encontré sentada al otro lado, una extraña en lo que debería haber sido nuestro viaje de prometidos, mientras Ricardo les ponía caricaturas a Isabella y Elena le acariciaba el brazo. Cuando en el avión me pidieron cambiar mi asiento de primera clase por uno en turista para que Elena y su hija pudieran estar junto a Ricardo, vi la súplica en sus ojos: "No armes un escándalo, Sofía". No dije nada, solo tomé mi bolso y me fui a la fila de atrás, sentándome junto a un extraño, mientras los veía desde la distancia. Vi cómo la mano de Elena descansaba sobre la de Ricardo, cómo él le abrochaba el cinturón a Isabella, cómo reían y murmuraban, creando una burbuja a la que yo no pertenecía. El avión despegó y Ricardo, reclinado con Elena en su hombro, ni siquiera me buscó con la mirada. En ese momento, supe que no era solo el viaje lo que no había terminado antes de empezar, sino mi relación. La humillación continuó en Oaxaca, donde Elena monopolizó a Ricardo, quien ignoró mis diseños para escucharla. Al día siguiente, me desperté sola con una nota de Ricardo: "Fui con Elena a llevar a Isa a un tour... Te amo". "Te amo", la palabra se sentía tan vacía. Entonces lo vi en Instagram: Elena había subido una foto de Ricardo con el pie de foto: "Mío". Y el comentario de mi propio hermano, Diego: "¡Cuñado! ¡Se te ve increíble! Disfruten. Elena, cuídalo bien". Mi propio hermano estaba del lado de ella. El último clavo fue el comentario de Elena, respondiéndole a alguien: "Ricardo dice que Sofía es un poco aburrida para estos viajes, que no le gusta la aventura, jeje". Sentí el aire faltarme, la humillación pública era total. No era solo Ricardo, era mi familia, era el mundo que me había traicionado. Con las manos temblorosas, abrí mi celular y busqué el nombre de Ricardo. Presioné "Bloquear contacto". Y luego, con una sonrisa amarga, cancelé su boleto de avión de primera clase, el que yo le había regalado por su cumpleaños, dejándolo varado. Mi guerra había terminado.

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