Adiós, Mi ex Esposo

Adiós, Mi ex Esposo

Gavin

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Capítulo

En tres años de matrimonio, mi esposo Ricardo me engañó 187 veces. Llevaba la cuenta, no por masoquismo, sino como un recordatorio constante de la farsa de mi vida. Con nueve meses de embarazo, el peso de mi vientre era casi tan abrumador como mi desilusión. Ricardo me arrastró a una reunión de negocios, exigiéndome ser la "esposa perfecta" . Allí, bajo presión y con su aliento a alcohol en mi oído, me obligó a beber un tequila, a pesar de mi avanzado estado. "No pasa nada por un trago, mujer. No exageres", siseó. Inmediatamente, un calambre agudo y violento me recorrió el vientre. El parto se adelantó. Nueve horas de labor, sola. Ricardo me abandonó en la entrada de urgencias para "cerrar el trato" . Cuando nació mi hijo, pequeño y frágil, fue directo a la incubadora. Y Ricardo no estaba. A la mañana siguiente, mi suegra, Doña Carmen, entró a mi habitación. "Prendí la televisión. Arrestaron a Ricardo con otra mujer en una redada" . Esa fue la confirmación número 188. "Doña Carmen", dije con una calma que no sabía que poseía. "Quiero el divorcio". Ella me miró, y no encontró ninguna duda en mi rostro. "Te ayudaré", dijo finalmente, con la voz firme. En los días siguientes, apenas miré a mi hijo en la incubadora. No podía permitirme amarlo. Él era la llave para salir de esa jaula de oro. Yo me iría sin nada, como llegué a este mundo. Cuando Ricardo apareció, en lugar de preguntar por el bebé, exigió una prueba de paternidad. Fue entonces que abrí los ojos. No iba a llorar, ni a gritar. Solo iba a ser libre.

Introducción

En tres años de matrimonio, mi esposo Ricardo me engañó 187 veces.

Llevaba la cuenta, no por masoquismo, sino como un recordatorio constante de la farsa de mi vida.

Con nueve meses de embarazo, el peso de mi vientre era casi tan abrumador como mi desilusión.

Ricardo me arrastró a una reunión de negocios, exigiéndome ser la "esposa perfecta" .

Allí, bajo presión y con su aliento a alcohol en mi oído, me obligó a beber un tequila, a pesar de mi avanzado estado.

"No pasa nada por un trago, mujer. No exageres", siseó.

Inmediatamente, un calambre agudo y violento me recorrió el vientre.

El parto se adelantó. Nueve horas de labor, sola. Ricardo me abandonó en la entrada de urgencias para "cerrar el trato" .

Cuando nació mi hijo, pequeño y frágil, fue directo a la incubadora.

Y Ricardo no estaba.

A la mañana siguiente, mi suegra, Doña Carmen, entró a mi habitación.

"Prendí la televisión. Arrestaron a Ricardo con otra mujer en una redada" .

Esa fue la confirmación número 188.

"Doña Carmen", dije con una calma que no sabía que poseía. "Quiero el divorcio".

Ella me miró, y no encontró ninguna duda en mi rostro.

"Te ayudaré", dijo finalmente, con la voz firme.

En los días siguientes, apenas miré a mi hijo en la incubadora. No podía permitirme amarlo.

Él era la llave para salir de esa jaula de oro.

Yo me iría sin nada, como llegué a este mundo.

Cuando Ricardo apareció, en lugar de preguntar por el bebé, exigió una prueba de paternidad.

Fue entonces que abrí los ojos.

No iba a llorar, ni a gritar. Solo iba a ser libre.

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Siempre creí que mi vida con Ricardo De la Vega era un idilio. Él, mi tutor tras la muerte de mis padres, era mi protector, mi confidente, mi primer y secreto amor. Yo, una muchacha ingenua, estaba ciega de agradecimiento y devoción hacia el hombre que me había acogido en su hacienda tequilera en Jalisco. Esa dulzura se convirtió en veneno el día que me pidió lo impensable: donar un riñón para Isabela Montenegro, el amor de su vida que reaparecía en nuestras vidas gravemente enferma. Mi negativa, impulsada por el miedo y la traición ante su frialdad hacia mí, desató mi propio infierno: él me culpó de la muerte de Isabela, filtró mis diarios y cartas íntimas a la prensa, convirtiéndome en el hazmerreír de la alta sociedad. Luego, me despojó de mi herencia, me acusó falsamente de robo. Pero lo peor fue el día de mi cumpleaños, cuando me drogó, permitió que unos matones me golpearan brutalmente y abusaran de mí ante sus propios ojos, antes de herirme gravemente con un machete. "Esto es por Isabela", susurró, mientras me dejaba morir. El dolor físico no era nada comparado con la humillación y el horror de su indiferencia. ¿Cómo pudo un hombre al que amé tanto, que juró cuidarme, convertirme en su monstruo particular, en la víctima de su más cruel venganza? La pregunta me quemaba el alma. Pero el destino me dio una segunda oportunidad. Desperté, confundida, de nuevo en el hospital. ¡Había regresado! Estaba en el día exacto en que Ricardo me suplicó el riñón. Ya no era la ingenua Sofía; el trauma vivido había forjado en mí una frialdad calculada. "Acepto", le dije, mi voz inquebrantable, mientras planeaba mi escape y mi nueva vida lejos de ese infierno.

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