Mi Dolor, Su Fortuna

Mi Dolor, Su Fortuna

Gavin

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Mi vieja motocicleta tosía con cada entrega, cada centavo iba para María, mi hija, que luchaba contra una enfermedad cardíaca. Los médicos hablaban de una cirugía costosa, una fortuna que yo, Ricardo, un simple repartidor en la bulliciosa Ciudad de México, jamás podría reunir. Mi esposa, Sofía, lloraba conmigo por las noches, repitiendo: "No tenemos dinero, Ricardo. No sé qué vamos a hacer" . Yo le creía, vivía por ellas, sacrificando cada comida, cada descanso. Hasta que un día, una entrega me llevó a Polanco, a un hotel de lujo donde el aire huele a dinero. Ahí, desde las sombras, la vi bajar de un Mercedes reluciente, con un vestido rojo que no reconocí. Era Sofía, mi Sofía, la que en casa decía no tener ni para un café. Y no estaba sola: un hombre elegante, Alejandro, su exnovio, la besó. Luego, la llevó a una joyería de lujo, donde sonreía de una manera que jamás me dedicó. Vi cómo le compraba un reloj de doscientos cincuenta mil pesos a la hija de él, Camila. Esa cifra me heló la sangre: la mitad de lo que costaba la vida de mi María. Mi mundo se desmoronó, mi realidad se hizo trizas. Todo había sido una farsa, una mentira cruel y gigante que se reía en mi cara. Mientras mi hija luchaba en un hospital, su madre gastaba una fortuna en caprichos ajenos. La rabia me ahogaba, una traición tan profunda que me destrozó el alma. Y justo en ese instante, el destino me dio otra bofetada. Alejandro, mientras yo yacía herido en el asfalto por su culpa, me humilló y llamó a Sofía, quien se rio de mi desgracia. Cuando mi jefe me despidió por la queja de ese imbécil, lo supe: esto no se quedaría así. Mi hija me miró con esos ojos inocentes, me consoló, sin saber la magnitud de la podredumbre que nos rodeaba. Pero cuando vio la foto de su madre con su "nueva familia" en Six Flags, su pequeño corazón no lo soportó y colapsó. Y mientras ella tosía con desesperación, susurró la pregunta que me rompió en mil pedazos: "¿Mamá ya no nos quiere?" . Esa pregunta, te lo juro, encendió en mí la llama de una venganza que nadie podrá apagar. "Vístete, María" , le dije con una calma terrorífica. "Vamos a buscarla. Vamos a conseguir una respuesta" .

Introducción

Mi vieja motocicleta tosía con cada entrega, cada centavo iba para María, mi hija, que luchaba contra una enfermedad cardíaca.

Los médicos hablaban de una cirugía costosa, una fortuna que yo, Ricardo, un simple repartidor en la bulliciosa Ciudad de México, jamás podría reunir.

Mi esposa, Sofía, lloraba conmigo por las noches, repitiendo: "No tenemos dinero, Ricardo. No sé qué vamos a hacer" .

Yo le creía, vivía por ellas, sacrificando cada comida, cada descanso.

Hasta que un día, una entrega me llevó a Polanco, a un hotel de lujo donde el aire huele a dinero.

Ahí, desde las sombras, la vi bajar de un Mercedes reluciente, con un vestido rojo que no reconocí.

Era Sofía, mi Sofía, la que en casa decía no tener ni para un café.

Y no estaba sola: un hombre elegante, Alejandro, su exnovio, la besó.

Luego, la llevó a una joyería de lujo, donde sonreía de una manera que jamás me dedicó.

Vi cómo le compraba un reloj de doscientos cincuenta mil pesos a la hija de él, Camila.

Esa cifra me heló la sangre: la mitad de lo que costaba la vida de mi María.

Mi mundo se desmoronó, mi realidad se hizo trizas.

Todo había sido una farsa, una mentira cruel y gigante que se reía en mi cara.

Mientras mi hija luchaba en un hospital, su madre gastaba una fortuna en caprichos ajenos.

La rabia me ahogaba, una traición tan profunda que me destrozó el alma.

Y justo en ese instante, el destino me dio otra bofetada.

Alejandro, mientras yo yacía herido en el asfalto por su culpa, me humilló y llamó a Sofía, quien se rio de mi desgracia.

Cuando mi jefe me despidió por la queja de ese imbécil, lo supe: esto no se quedaría así.

Mi hija me miró con esos ojos inocentes, me consoló, sin saber la magnitud de la podredumbre que nos rodeaba.

Pero cuando vio la foto de su madre con su "nueva familia" en Six Flags, su pequeño corazón no lo soportó y colapsó.

Y mientras ella tosía con desesperación, susurró la pregunta que me rompió en mil pedazos: "¿Mamá ya no nos quiere?" .

Esa pregunta, te lo juro, encendió en mí la llama de una venganza que nadie podrá apagar.

"Vístete, María" , le dije con una calma terrorífica.

"Vamos a buscarla. Vamos a conseguir una respuesta" .

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El aroma a mole de olla recién hecho llenaba "Corazón de Maíz", mi restaurante con estrella Michelin. Esa noche, el éxito era más dulce por el secreto en mi bolsillo: dos boletos a París para celebrar cinco años con Sofía, mi esposa, a quien creía "estéril" por un diagnóstico devastador. Llegué a su apartamento parisino con un ramo de peonías, soñando con su cara de sorpresa. Pero la sorpresa fue mía: Sofía estaba ahí, con una máscara de pánico y un vientre ¡de seis meses de embarazo! "¿Armando? ¿Qué... qué haces aquí?", susurró, y mi mundo se derrumbó con el ruidoso golpe de las flores al caer. "¿Estás embarazada? ¿Mi esposa estéril?", espeté, pateando las flores en el pasillo mientras ella confirmaba lo impensable. "Nunca fui estéril. Falsifiqué el diagnóstico. No quería hijos, mi carrera despegaba." Cada palabra era un puñal. Y el bebé no era mío. Era de un tal Ricardo Mendoza, un torero, un exnovio. "¿Altruismo? ¡Estás loca! ¡Estás gestando el hijo de otro!", intenté gritarle, pero la rabia me ahogaba. Su argumento de "acto noble" me revolvió las entrañas, mientras mi cerebro intentaba procesar la monumental traición de los últimos cinco años. "O te deshaces de ese niño ahora, o nos divorciamos. Elige", solté, y su pánico se hizo evidente. De repente, un ruido metálico en la puerta: una llave, y apareció Ricardo, el torero, besando su vientre y luego sus labios. "¿Qué haces aquí, Robles? ¿Viniste a prepararnos la cena?", me dijo, con arrogancia, como si yo no existiera. La furia me cegó. "¡Voy a matarte, hijo de puta!", grité, y en ese instante, Sofía me empujó, ¡protegiéndolo a él! Mi puño se estrelló contra su mandíbula. El caos estalló. Él, el "enfermo terminal", me amenazó con hundirme. Justo cuando estaba a punto de golpearlo de nuevo, la policía irrumpió. Ricardo y Sofía, actuando como víctimas, me arrojaron a la cárcel. "Él es mi esposo, pero Ricardo y yo estamos juntos. Armando se volvió loco", declaró Sofía, y me convertí en el villano de su historia. En la celda, una idea se forjó: el verdadero poder no era el dinero ni la fama, sino quienes los controlaban. Había una pieza clave que ellos no esperaban. "No voy a pagarle ni un centavo", le dije al detective. Estaba harto de ser el perdedor. "Lo siento, Armando. Todo se salió de control", me dijo Sofía al día siguiente, pálida y arrepentida. "¿Se salió de control? ¿O simplemente siguió el guion que ustedes escribieron?", le espeté. Pero luego, una sonrisa fría: "Necesitamos hablar. Los tres. En un lugar neutral. Mañana." Ricardo, con aire de magnate, me ofreció un cheque con ceros infinitos para que desapareciera. Lo rompí en pedazos. "Qué generoso para un hombre que se está muriendo", le dije. "Nos falta una persona. La más importante, la que realmente tiene el poder aquí. La que paga por tus cigarros cubanos, Ricardo." Y justo entonces, la puerta de la suite se abrió, revelando a Isabella Vargas, la esposa de Ricardo, "La Viuda Negra".

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