La Distancia del Corazón

La Distancia del Corazón

Gavin

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Capítulo

La pequeña mano de Valeria, de apenas cinco años, se estrelló contra mi mejilla con una fuerza inaudita. El golpe me tiró al frío suelo de mármol; "¡Mala! ¡Eres una mujer mala! ¡Tú mataste a mi mamá Eva!", chilló con un odio impropio de su edad. Sus acusaciones eran veneno cotidiano desde hace tres años, desde que llegué a esta casa para ser la esposa de Leonardo y el saco de boxeo de esta familia retorcida. Doña Carmen, la abuela de Valeria y mi suegra, observaba con una sonrisa apenas disimulada: "Déjala, Sofía, la niña solo está desahogando su dolor. Tienes que ser comprensiva" . ¿Comprensiva? Mi cuerpo era un mapa de moretones ocultos, mi espíritu estaba hecho pedazos. Recuerdo la noche del accidente, cuando Leonardo, al verme herida, me abandonó en el coche destrozado para salvar a Isabela, la mujer que era un fantasma vivo de su difunta esposa Eva. Esa noche, Valeria, mi hijastra, con una voz helada, le dijo a su padre: "Papá, déjala. Ojalá se muera. Así no volverá a molestarnos." Desperté en el hospital, y Leonardo, lejos de consolarme, me culpó de todo, minimizó mis heridas y me acusó de fingir. "Las heridas de Isabela son más graves. ¿Y a ti qué te pasa? Unos rasguños. Siempre exagerando, siempre buscando atención" , me dijo. En ese instante, algo se rompió dentro de mí. Ya no significaba nada. Recordé mi vida antes de Leonardo: pobre, sí, pero libre. Esta mansión era una jaula de oro. La paciencia se me acabó con la última humillación, cuando Valeria me envenenó con polvo de cacahuate, sabiendo mi alergia, y Leonardo me forzó a un lavado gástrico, sólo para decirme: "Todo estaba en tu cabeza. Has vuelto a montar una escena para culpar a una niña." Fue entonces cuando tomé la decisión. No podía seguir así. "En cuanto pueda caminar, me iré de aquí y no volverán a verme nunca más," declaré. Leonardo pensó que era un farol. No sabía que era mi promesa de libertad.

Introducción

La pequeña mano de Valeria, de apenas cinco años, se estrelló contra mi mejilla con una fuerza inaudita.

El golpe me tiró al frío suelo de mármol; "¡Mala! ¡Eres una mujer mala! ¡Tú mataste a mi mamá Eva!", chilló con un odio impropio de su edad.

Sus acusaciones eran veneno cotidiano desde hace tres años, desde que llegué a esta casa para ser la esposa de Leonardo y el saco de boxeo de esta familia retorcida.

Doña Carmen, la abuela de Valeria y mi suegra, observaba con una sonrisa apenas disimulada: "Déjala, Sofía, la niña solo está desahogando su dolor. Tienes que ser comprensiva" .

¿Comprensiva? Mi cuerpo era un mapa de moretones ocultos, mi espíritu estaba hecho pedazos.

Recuerdo la noche del accidente, cuando Leonardo, al verme herida, me abandonó en el coche destrozado para salvar a Isabela, la mujer que era un fantasma vivo de su difunta esposa Eva.

Esa noche, Valeria, mi hijastra, con una voz helada, le dijo a su padre: "Papá, déjala. Ojalá se muera. Así no volverá a molestarnos."

Desperté en el hospital, y Leonardo, lejos de consolarme, me culpó de todo, minimizó mis heridas y me acusó de fingir.

"Las heridas de Isabela son más graves. ¿Y a ti qué te pasa? Unos rasguños. Siempre exagerando, siempre buscando atención" , me dijo.

En ese instante, algo se rompió dentro de mí. Ya no significaba nada.

Recordé mi vida antes de Leonardo: pobre, sí, pero libre. Esta mansión era una jaula de oro.

La paciencia se me acabó con la última humillación, cuando Valeria me envenenó con polvo de cacahuate, sabiendo mi alergia, y Leonardo me forzó a un lavado gástrico, sólo para decirme: "Todo estaba en tu cabeza. Has vuelto a montar una escena para culpar a una niña."

Fue entonces cuando tomé la decisión. No podía seguir así.

"En cuanto pueda caminar, me iré de aquí y no volverán a verme nunca más," declaré.

Leonardo pensó que era un farol. No sabía que era mi promesa de libertad.

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