La Venganza De Mamá

La Venganza De Mamá

Gavin

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Capítulo

Un grito agudo. Mi nieto Pedrito, de solo cinco años, cayó del balcón. Sin pensarlo, me abalancé para atraparlo, protegiéndolo con mi cuerpo. El dolor fue cegador: brazo roto, costillas fracturadas. Pero mi hija Lucía solo corrió hacia él, gritándome: "¡Casi matas a mi hijo! ¡Eres una inútil!" Mi yerno Miguel reforzó su desprecio: "Siempre causando problemas." Tirada en el suelo, me di cuenta: ¿cinco años sirviéndoles, dándoles mi dinero, y así me pagan? No me preguntaron si estaba bien, solo vieron una carga. Escuché a Miguel decir en el hospital: "¿Quién va a pagar esto? No tenemos seguro para ella." Lucía sugirió: "Que use sus ahorros. Para eso los tiene, ¿no? Para emergencias." Luego, planearon la estocada final: querían la casa de mis padres, mi único patrimonio. "Si nos la pones a nuestro nombre, podemos usarla como garantía para un préstamo." ¿Mi casa, mi futuro, a cambio de mi propia atención? Recordé mi vida antes, mi paz, mi libertad. ¿Todo fue una mentira? Una claridad fría me invadió. Los miré a la cara. "No," dije, mi voz más firme que nunca. "¿Cómo que no? Mamá, es por tu bien," replicó Lucía, atónita. "Dije que no," repetí, mi barbilla en alto. "Esa casa es mía. Y mi dinero es mío. No les voy a dar nada más." Su máscara se cayó, revelando el desprecio absoluto. "¡Eres una vieja egoísta!" "¿Qué hacen por mí? ¿Explotarme? ¿Usarme como su criada?" "Se acabó, Lucía. Se acabó." La furia en sus ojos era aterradora, pero por primera vez en mucho tiempo, no sentí miedo. Sentí que despertaba de una larga pesadilla.

Introducción

Un grito agudo.

Mi nieto Pedrito, de solo cinco años, cayó del balcón.

Sin pensarlo, me abalancé para atraparlo, protegiéndolo con mi cuerpo.

El dolor fue cegador: brazo roto, costillas fracturadas.

Pero mi hija Lucía solo corrió hacia él, gritándome: "¡Casi matas a mi hijo! ¡Eres una inútil!"

Mi yerno Miguel reforzó su desprecio: "Siempre causando problemas."

Tirada en el suelo, me di cuenta: ¿cinco años sirviéndoles, dándoles mi dinero, y así me pagan?

No me preguntaron si estaba bien, solo vieron una carga.

Escuché a Miguel decir en el hospital: "¿Quién va a pagar esto? No tenemos seguro para ella."

Lucía sugirió: "Que use sus ahorros. Para eso los tiene, ¿no? Para emergencias."

Luego, planearon la estocada final: querían la casa de mis padres, mi único patrimonio.

"Si nos la pones a nuestro nombre, podemos usarla como garantía para un préstamo."

¿Mi casa, mi futuro, a cambio de mi propia atención?

Recordé mi vida antes, mi paz, mi libertad.

¿Todo fue una mentira?

Una claridad fría me invadió. Los miré a la cara.

"No," dije, mi voz más firme que nunca.

"¿Cómo que no? Mamá, es por tu bien," replicó Lucía, atónita.

"Dije que no," repetí, mi barbilla en alto. "Esa casa es mía. Y mi dinero es mío. No les voy a dar nada más."

Su máscara se cayó, revelando el desprecio absoluto.

"¡Eres una vieja egoísta!"

"¿Qué hacen por mí? ¿Explotarme? ¿Usarme como su criada?"

"Se acabó, Lucía. Se acabó."

La furia en sus ojos era aterradora, pero por primera vez en mucho tiempo, no sentí miedo. Sentí que despertaba de una larga pesadilla.

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Romance

5.0

Siempre creí que mi vida con Ricardo De la Vega era un idilio. Él, mi tutor tras la muerte de mis padres, era mi protector, mi confidente, mi primer y secreto amor. Yo, una muchacha ingenua, estaba ciega de agradecimiento y devoción hacia el hombre que me había acogido en su hacienda tequilera en Jalisco. Esa dulzura se convirtió en veneno el día que me pidió lo impensable: donar un riñón para Isabela Montenegro, el amor de su vida que reaparecía en nuestras vidas gravemente enferma. Mi negativa, impulsada por el miedo y la traición ante su frialdad hacia mí, desató mi propio infierno: él me culpó de la muerte de Isabela, filtró mis diarios y cartas íntimas a la prensa, convirtiéndome en el hazmerreír de la alta sociedad. Luego, me despojó de mi herencia, me acusó falsamente de robo. Pero lo peor fue el día de mi cumpleaños, cuando me drogó, permitió que unos matones me golpearan brutalmente y abusaran de mí ante sus propios ojos, antes de herirme gravemente con un machete. "Esto es por Isabela", susurró, mientras me dejaba morir. El dolor físico no era nada comparado con la humillación y el horror de su indiferencia. ¿Cómo pudo un hombre al que amé tanto, que juró cuidarme, convertirme en su monstruo particular, en la víctima de su más cruel venganza? La pregunta me quemaba el alma. Pero el destino me dio una segunda oportunidad. Desperté, confundida, de nuevo en el hospital. ¡Había regresado! Estaba en el día exacto en que Ricardo me suplicó el riñón. Ya no era la ingenua Sofía; el trauma vivido había forjado en mí una frialdad calculada. "Acepto", le dije, mi voz inquebrantable, mientras planeaba mi escape y mi nueva vida lejos de ese infierno.

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