Cenizas de un Amor Muerto

Cenizas de un Amor Muerto

Gavin

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El polvo y el grito se mezclaron en un solo sonido que me rompió los tímpanos. El techo de nuestra casa, refugio de treinta años de un matrimonio miserable, se vino abajo. Extendí mis brazos, no por instinto, sino por una estúpida costumbre arraigada, para cubrir a Alejandro y a Mía. El peso del concreto me aplastó, cada hueso de mi cuerpo protestó antes de romperse. Pero lo último que vi no fue gratitud en sus ojos. Mía me miró con un odio que me heló el alma, incluso mientras la vida se me escapaba. "¡Te lo mereces! ¡Te lo mereces por separar a papá de la tía Elena!" Esa fue su última bendición para mí. Alejandro, mi esposo por tres décadas, ni siquiera me miró. Se arrastró de debajo de mis brazos rotos y corrió hacia su verdadera amada, Elena. "¡Elena! ¡Gracias a Dios que estás a salvo!" Él la abrazó con una desesperación que nunca me había mostrado a mí. Morí allí, bajo los escombros de mi hogar y de mi vida, escuchando sus sollozos de alivio por otra mujer. El dolor fue tan agudo, tan absoluto, que me arrancó el aliento. Y de repente, lo recuperé. Abrí los ojos de golpe, el corazón martilleando en mi pecho, y el sol brillante de la mañana me cegó. Estaba de pie, entera, en el patio de la hacienda de mis padres. Mis manos no eran las de una mujer de cincuenta años, maltratadas por el trabajo y el tiempo. Eran las manos fuertes y callosas de mis veinte, las manos de Sofía, la mejor charra de la región. Un calendario me gritó la fecha: Era el día en que todo había comenzado. El día en que Alejandro fue secuestrado por unos bandidos. En mi vida anterior, lo rescaté y me convertí en la heroína, firmando así mi sentencia a un infierno de indiferencia. Esta vez, mi teléfono sonó, el recuerdo de Mía y Alejandro tan vívido como el sol. Esta vez no. Esta vez no lo salvaría. Dejé que el teléfono sonara hasta que el buzón de voz se activó. El silencio fue la música más dulce que había escuchado en treinta años. La vida me había dado una segunda oportunidad, y no la iba a desperdiciar en el mismo hombre. Alejandro y Elena podían tenerse el uno al otro. Yo, Sofía, por fin iba a vivir para mí.

Introducción

El polvo y el grito se mezclaron en un solo sonido que me rompió los tímpanos.

El techo de nuestra casa, refugio de treinta años de un matrimonio miserable, se vino abajo.

Extendí mis brazos, no por instinto, sino por una estúpida costumbre arraigada, para cubrir a Alejandro y a Mía.

El peso del concreto me aplastó, cada hueso de mi cuerpo protestó antes de romperse.

Pero lo último que vi no fue gratitud en sus ojos.

Mía me miró con un odio que me heló el alma, incluso mientras la vida se me escapaba.

"¡Te lo mereces! ¡Te lo mereces por separar a papá de la tía Elena!"

Esa fue su última bendición para mí.

Alejandro, mi esposo por tres décadas, ni siquiera me miró.

Se arrastró de debajo de mis brazos rotos y corrió hacia su verdadera amada, Elena.

"¡Elena! ¡Gracias a Dios que estás a salvo!"

Él la abrazó con una desesperación que nunca me había mostrado a mí.

Morí allí, bajo los escombros de mi hogar y de mi vida, escuchando sus sollozos de alivio por otra mujer.

El dolor fue tan agudo, tan absoluto, que me arrancó el aliento.

Y de repente, lo recuperé.

Abrí los ojos de golpe, el corazón martilleando en mi pecho, y el sol brillante de la mañana me cegó.

Estaba de pie, entera, en el patio de la hacienda de mis padres.

Mis manos no eran las de una mujer de cincuenta años, maltratadas por el trabajo y el tiempo.

Eran las manos fuertes y callosas de mis veinte, las manos de Sofía, la mejor charra de la región.

Un calendario me gritó la fecha: Era el día en que todo había comenzado.

El día en que Alejandro fue secuestrado por unos bandidos.

En mi vida anterior, lo rescaté y me convertí en la heroína, firmando así mi sentencia a un infierno de indiferencia.

Esta vez, mi teléfono sonó, el recuerdo de Mía y Alejandro tan vívido como el sol.

Esta vez no.

Esta vez no lo salvaría.

Dejé que el teléfono sonara hasta que el buzón de voz se activó.

El silencio fue la música más dulce que había escuchado en treinta años.

La vida me había dado una segunda oportunidad, y no la iba a desperdiciar en el mismo hombre.

Alejandro y Elena podían tenerse el uno al otro.

Yo, Sofía, por fin iba a vivir para mí.

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El zumbido del aire acondicionado en el aeropuerto apenas disimulaba el silencio entre Ricardo y yo; nuestro viaje a Oaxaca, planeado por meses como una pre-luna de miel, de repente se sintió como un último aliento. Justo cuando Ricardo me preguntaba si estaba emocionada, con esa sonrisa perfecta suya, vi a Elena. Venía hacia nosotros con su hija Isabella, esa influencer de viajes, la ex de Ricardo, la madre de su única conexión con un pasado que yo intentaba ignorar. La voz de Elena, demasiado alta, anunció que ellas también iban a Oaxaca, y la sonrisa de Ricardo se congeló, aunque rápidamente la transformó en una máscara de sorpresa forzada. Luego, la pequeña Isabella, con los ojos de su madre, se escondió detrás de Elena, mirándome con una evaluación inquietante, no la inocencia de una niña. Elena, con una falsa dulzura, comentó sobre mi atuendo: "Qué bonito tu conjunto. ¿Lo diseñaste tú?". Sabía que lo decía para recalcar que mi profesión era un "pasatiempo caro", algo que mi familia, y a veces Ricardo, creían. Y entonces, sin que yo pudiera procesar la humillación, Elena pidió sentarse con nosotros en el avión, alegando que Isabella "se sentía mal". Ricardo, en lugar de poner límites, solo miró a la niña que convenientemente empezó a toser de forma exagerada, y cedió. Nuestro espacio para dos se hizo añicos, y me encontré sentada al otro lado, una extraña en lo que debería haber sido nuestro viaje de prometidos, mientras Ricardo les ponía caricaturas a Isabella y Elena le acariciaba el brazo. Cuando en el avión me pidieron cambiar mi asiento de primera clase por uno en turista para que Elena y su hija pudieran estar junto a Ricardo, vi la súplica en sus ojos: "No armes un escándalo, Sofía". No dije nada, solo tomé mi bolso y me fui a la fila de atrás, sentándome junto a un extraño, mientras los veía desde la distancia. Vi cómo la mano de Elena descansaba sobre la de Ricardo, cómo él le abrochaba el cinturón a Isabella, cómo reían y murmuraban, creando una burbuja a la que yo no pertenecía. El avión despegó y Ricardo, reclinado con Elena en su hombro, ni siquiera me buscó con la mirada. En ese momento, supe que no era solo el viaje lo que no había terminado antes de empezar, sino mi relación. La humillación continuó en Oaxaca, donde Elena monopolizó a Ricardo, quien ignoró mis diseños para escucharla. Al día siguiente, me desperté sola con una nota de Ricardo: "Fui con Elena a llevar a Isa a un tour... Te amo". "Te amo", la palabra se sentía tan vacía. Entonces lo vi en Instagram: Elena había subido una foto de Ricardo con el pie de foto: "Mío". Y el comentario de mi propio hermano, Diego: "¡Cuñado! ¡Se te ve increíble! Disfruten. Elena, cuídalo bien". Mi propio hermano estaba del lado de ella. El último clavo fue el comentario de Elena, respondiéndole a alguien: "Ricardo dice que Sofía es un poco aburrida para estos viajes, que no le gusta la aventura, jeje". Sentí el aire faltarme, la humillación pública era total. No era solo Ricardo, era mi familia, era el mundo que me había traicionado. Con las manos temblorosas, abrí mi celular y busqué el nombre de Ricardo. Presioné "Bloquear contacto". Y luego, con una sonrisa amarga, cancelé su boleto de avión de primera clase, el que yo le había regalado por su cumpleaños, dejándolo varado. Mi guerra había terminado.

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