Venganza De Las Mujeres

Venganza De Las Mujeres

Gavin

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Capítulo

La partida de póker era todo un ritual, un silencio tenso roto solo por el suave chasquido de las fichas en la lujosa mansión Herrera. Justo entonces, la puerta se abrió de golpe y mi esposo, Rodrigo Herrera, entró con una sonrisa depredadora, presentándome a Lorena, su "único y verdadero amor". Frente a todas, incluidas sus otras siete amantes, las "Siete Flores de Oro", Rodrigo arrojó sobre la mesa un acuerdo de divorcio, exigiéndome que lo firmara. Luego, con una crueldad que helaba la sangre, ordenó a las siete mujeres, que habían vivido de su "generosidad", que se convirtieran en sirvientas de Lorena, humillándonos públicamente. Lorena sonreía con suficiencia, gozándose de nuestra degradación, ajena a que su triunfo sería efímero. Las otras mujeres intercambiaron miradas, su aparente sumisión ocultaba un sarcasmo feroz. Rodrigo, frustrado por su insubordinación, se encolerizó aún más, llegando hasta el punto de abofetearme en mi propio hogar. Este acto fue el quiebre, el punto de no retorno. Pero lo que él no sabía es que esta no era mi primera vida. Yo ya había vivido esto, y en esa vida, su crueldad me llevó a perder a nuestro hijo, a la depresión y, finalmente, a la muerte. Ahora, con cada humillación y cada golpe, mi resolución se hacía más fuerte que nunca. Esta vez, no sería su víctima. Cuando volví a abrir los ojos, desperté el día de nuestra boda, con todos los recuerdos de mi vida pasada intactos. En ese altar, juré que Rodrigo lo perdería todo, y más. Las "Siete Flores de Oro" no eran mis rivales, sino mis aliadas, mujeres a las que rescataría de su destino. Así que, con una sonrisa helada y una Escalera de Color en mis manos, firmé el divorcio, me puse de pie y las invité a empacar. Era hora de irnos, no para huir, sino para construir nuestra venganza.

Introducción

La partida de póker era todo un ritual, un silencio tenso roto solo por el suave chasquido de las fichas en la lujosa mansión Herrera.

Justo entonces, la puerta se abrió de golpe y mi esposo, Rodrigo Herrera, entró con una sonrisa depredadora, presentándome a Lorena, su "único y verdadero amor".

Frente a todas, incluidas sus otras siete amantes, las "Siete Flores de Oro", Rodrigo arrojó sobre la mesa un acuerdo de divorcio, exigiéndome que lo firmara.

Luego, con una crueldad que helaba la sangre, ordenó a las siete mujeres, que habían vivido de su "generosidad", que se convirtieran en sirvientas de Lorena, humillándonos públicamente.

Lorena sonreía con suficiencia, gozándose de nuestra degradación, ajena a que su triunfo sería efímero.

Las otras mujeres intercambiaron miradas, su aparente sumisión ocultaba un sarcasmo feroz.

Rodrigo, frustrado por su insubordinación, se encolerizó aún más, llegando hasta el punto de abofetearme en mi propio hogar.

Este acto fue el quiebre, el punto de no retorno.

Pero lo que él no sabía es que esta no era mi primera vida.

Yo ya había vivido esto, y en esa vida, su crueldad me llevó a perder a nuestro hijo, a la depresión y, finalmente, a la muerte.

Ahora, con cada humillación y cada golpe, mi resolución se hacía más fuerte que nunca.

Esta vez, no sería su víctima.

Cuando volví a abrir los ojos, desperté el día de nuestra boda, con todos los recuerdos de mi vida pasada intactos.

En ese altar, juré que Rodrigo lo perdería todo, y más.

Las "Siete Flores de Oro" no eran mis rivales, sino mis aliadas, mujeres a las que rescataría de su destino.

Así que, con una sonrisa helada y una Escalera de Color en mis manos, firmé el divorcio, me puse de pie y las invité a empacar.

Era hora de irnos, no para huir, sino para construir nuestra venganza.

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Introducción Me desperté en mi propia cama, el sol de La Rioja se filtraba suavemente por las persianas de mi habitación. Por un momento, el familiar aroma a madera vieja de la bodega llenó el aire, y todo pareció extrañamente normal. Pero entonces, un escalofrío glaciar me recorrió, no del frío, sino de un recuerdo que me heló hasta el alma. Era la vívida pesadilla de estar atrapada en un cuerpo diminuto y peludo, ladrando desesperadamente sin que nadie entendiera mis gritos. El recuerdo pavoroso de ver mi propio rostro, o el cuerpo que una vez fue mío, sonriendo mientras el veterinario inyectaba la letal dosis en una fría y maloliente perrera. Vi a Carmen, la esposa de mi hermanastro, habitar mi cuerpo, celebrando mi muerte con una copa de nuestro mejor reserva. A su lado, mis cómplices: mi prometido, Javier, y mi hermanastro Mateo. Habían intercambiado nuestras almas, todo por la herencia y la bodega familiar que mi padre me había destinado. Fui traicionada por los que más amaba, robada de mi vida y condenada a la agonía de un animal doméstico. La injusticia me quemaba, la crueldad de su plan era simplemente inconcebible. Miré mis manos, eran mis propias manos, no las patas de un cachorro. Toqué mi piel, era la mía, no el pelaje blanco y rizado de un Bichón Frisé. Había renacido. Estaba de vuelta. En el día de mi compromiso, el día exacto en que todo había comenzado. Esta vez, armada con la desgarradora memoria de mi muerte y una sed insaciable de justicia, ellos no tendrían escapatoria.

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El dolor me partió el abdomen en dos. Era mi cumpleaños, y Alejandro, a quien había criado con el amor de una madre por diez años, me sonreía. Acababa de regalarme un licuado de fresa, una bebida que ahora quemaba mis entrañas. Pero el ardor no era solo físico; era la amarga verdad que susurró: "Siempre te he odiado, Sofía. Te odio porque cada vez que te veo, veo la cara de mi madre." Luego, la mancha carmesí en mi vestido blanco: mi bebé, el hijo de Ricardo, mi prometido. Mi prometido, que llegó para consolarme, para decirme que era un "aborto espontáneo" y que Alejandro "solo bromeaba". Luego me miró con asco y dijo: "Estás hecha un desastre. Hueles a enfermedad". En mi lecho de dolor, vi la película silenciosa de mi vida: diez años entregados a la promesa hecha a mi padre. Diez años cuidando de una familia que no era mía, de una empresa que yo manejaba mientras ellos ponían el nombre. Incluso mi propia madre, al enterarse de mi compromiso, solo llamó para asegurar su pensión, susurrándome que no fuera "egoísta". ¿Egoísta yo? La que había sacrificado su juventud por todos. Mi cuerpo dolía, mi corazón estaba roto, pero una rabia fría y dura como el acero me inundó. "¿Qué quieres, Sofía?", me preguntó Ricardo el hipócrita. "¿Dinero? ¿Joyas? ¿O quieres que formalicemos el matrimonio? Puedo llamar al juez mañana mismo." ¡El matrimonio era el premio de consolación por mi sumisión! Con una calma aterradora, tomé un trozo de cristal de un jarrón roto. Debía romper el lazo, destruir el símbolo que me ataba a su odio. "¡Sofía, no!" , gritó Ricardo, pero era demasiado tarde. Con un movimiento rápido, arrastré el cristal por mi mejilla izquierda. El dolor era liberador. Ya no era la Sofía que conocían, la que odiaban, la que usaban. Y en medio del horror en sus rostros, me eché a reír. Esa risa, que estalló como dinamita, me liberó de una cárcel de diez años. Y así, ensangrentada, pero con el alma libre, crucé la puerta, dejando atrás el veneno y el dolor. No había vuelta atrás.

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