Llevaba ocho años casada con Máximo Castillo, una vida construida sobre el amor... y una profunda tristeza. Seis veces había pasado por el infierno del embarazo, solo para que, supuestamente, mis bebés nacieran sin vida. Máximo siempre me consolaba, diciéndome que me amaba a mí, no a los hijos que podríamos tener. Incluso, yo, desesperada por darle un heredero, localicé a su exnovia Sasha para que le diera un hijo. Pero en la fiesta de cumpleaños de mi sobrina Isabella, una transfusión de sangre de emergencia lo cambió todo. Cuando ofrecí mi sangre O-negativa, toda la familia de Máximo se abalanzó sobre mí, prohibiéndomelo. Un joven médico preguntó si yo era la "madre biológica" de Isabella. En ese instante, la verdad me golpeó como un rayo: Isabella era mi hija, la que creí muerta hace ocho años. Máximo confesó, de rodillas, que la niña que creí nacida muerta estaba viva y había sido entregada a su hermano. Mi dolor se transformó en una furia helada al preguntarle por mis otros cinco hijos. Su hermana, la ginecóloga, intervino, diciendo que lo hicieron "por el bien de la familia". ¡¿Por el bien de quién?! ¿Así que el dolor de una madre que creyó perder a seis hijos no importaba? Máximo, en lugar de arrepentirse, se atrevió a amenazarme con irse con Sasha si intentaba recuperar a mi hija, acusándome de destruir a su familia. Me quedé allí, paralizada, el corazón hecho pedazos, incapaz de entender tanta crueldad y traición. Pero debajo del inmenso dolor, nació una resolución implacable. Marqué el número de mi abogada. "Carla, soy Luciana. Necesito el divorcio. Y necesito que me ayudes a recuperar a mis hijos."
Llevaba ocho años casada con Máximo Castillo, una vida construida sobre el amor... y una profunda tristeza.
Seis veces había pasado por el infierno del embarazo, solo para que, supuestamente, mis bebés nacieran sin vida.
Máximo siempre me consolaba, diciéndome que me amaba a mí, no a los hijos que podríamos tener.
Incluso, yo, desesperada por darle un heredero, localicé a su exnovia Sasha para que le diera un hijo.
Pero en la fiesta de cumpleaños de mi sobrina Isabella, una transfusión de sangre de emergencia lo cambió todo.
Cuando ofrecí mi sangre O-negativa, toda la familia de Máximo se abalanzó sobre mí, prohibiéndomelo.
Un joven médico preguntó si yo era la "madre biológica" de Isabella.
En ese instante, la verdad me golpeó como un rayo: Isabella era mi hija, la que creí muerta hace ocho años.
Máximo confesó, de rodillas, que la niña que creí nacida muerta estaba viva y había sido entregada a su hermano.
Mi dolor se transformó en una furia helada al preguntarle por mis otros cinco hijos.
Su hermana, la ginecóloga, intervino, diciendo que lo hicieron "por el bien de la familia".
¡¿Por el bien de quién?! ¿Así que el dolor de una madre que creyó perder a seis hijos no importaba?
Máximo, en lugar de arrepentirse, se atrevió a amenazarme con irse con Sasha si intentaba recuperar a mi hija, acusándome de destruir a su familia.
Me quedé allí, paralizada, el corazón hecho pedazos, incapaz de entender tanta crueldad y traición.
Pero debajo del inmenso dolor, nació una resolución implacable.
Marqué el número de mi abogada.
"Carla, soy Luciana. Necesito el divorcio. Y necesito que me ayudes a recuperar a mis hijos."
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