De Esposa Abandonada a Reina Imparable

De Esposa Abandonada a Reina Imparable

Gavin

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Mi vida era un tranquilo lienzo en una pequeña galería de arte. Creía en mi matrimonio y en los tres años de felicidad junto a Mateo. Todo cambió cuando vi a mi esposo en la televisión nacional. Allí, abrazaba a Sofía, la actriz del momento, que sollozaba: "Estoy embarazada... y es suyo". Mi mundo se hizo añicos. Mateo apareció en casa, no con culpa, sino con un cálculo helado. "Tuve que hacerlo", dijo, "y ahora necesito que te culpes de un fraude fiscal para protegerla". Luego vino lo peor: "Tú también estás embarazada... tienes que abortar, Elena". "Sofía no puede soportar ese estrés", añadió. Más tarde, su madre, mi propia suegra, me encerró en un sótano helado e inhumano. Allí, sola, en la oscuridad y el frío, perdí lo único que me quedaba: a nuestro bebé. ¿Cómo el hombre que amaba, el padre de mi hijo, pudo condenarme a perderlo todo por una mentira? ¿Por qué tanta crueldad humana? Pero el dolor no me destrozó, me endureció. Una pequeña patada, el último eco de mi bebé, resonó: "¡Lucha!" . El silencio lo envolvió todo. Ya no era la esposa humillada. Soy Elena Mendoza. Y mi venganza, fría como la tumba que cavaron para mi hijo, apenas ha comenzado.

Introducción

Mi vida era un tranquilo lienzo en una pequeña galería de arte.

Creía en mi matrimonio y en los tres años de felicidad junto a Mateo.

Todo cambió cuando vi a mi esposo en la televisión nacional.

Allí, abrazaba a Sofía, la actriz del momento, que sollozaba: "Estoy embarazada... y es suyo".

Mi mundo se hizo añicos.

Mateo apareció en casa, no con culpa, sino con un cálculo helado.

"Tuve que hacerlo", dijo, "y ahora necesito que te culpes de un fraude fiscal para protegerla".

Luego vino lo peor: "Tú también estás embarazada... tienes que abortar, Elena".

"Sofía no puede soportar ese estrés", añadió.

Más tarde, su madre, mi propia suegra, me encerró en un sótano helado e inhumano.

Allí, sola, en la oscuridad y el frío, perdí lo único que me quedaba: a nuestro bebé.

¿Cómo el hombre que amaba, el padre de mi hijo, pudo condenarme a perderlo todo por una mentira?

¿Por qué tanta crueldad humana?

Pero el dolor no me destrozó, me endureció.

Una pequeña patada, el último eco de mi bebé, resonó: "¡Lucha!" .

El silencio lo envolvió todo.

Ya no era la esposa humillada.

Soy Elena Mendoza.

Y mi venganza, fría como la tumba que cavaron para mi hijo, apenas ha comenzado.

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El aire denso y sofocante de la habitación de hotel barata me asfixiaba. Frente al espejo manchado, la joven de ojos vacíos que me devolvía la mirada era casi una extraña. Pero el montón de billetes en la mesita de noche era real, sucio, tangible. Cien mil pesos. El precio, me convencía, de la vida de Alejandro. Por él, todo valía la pena; incluso la pureza que había sacrificado. Con el corazón latiéndome entre la esperanza y el pánico, corrí al hospital, el olor familiar a antiséptico prometiendo un nuevo comienzo. Pero al doblar la esquina, risas. No, no risas de alivio, sino carcajadas burlonas; la voz de Valeria, mi detestable rival, seguida por la de Alejandro. "¿En serio te creíste que esa tonta iba a conseguir la lana?" , dijo Valeria. "Claro que sí, mi amor. Sofía es tan ingenua... Le monté el numerito del enfermo terminal y se lo tragó enterito. Ya debe estar vendiendo hasta el alma para juntar el dinero" , respondió Alejandro. El suelo bajo mis pies se derrumbó. Su enfermedad, nuestro amor, todo era una farsa cruel. Una elaborada venganza por una beca que yo gané con mi esfuerzo. "Cuando traiga el dinero, la grabaré... Será la humillación de su vida" , susurró Alejandro, su voz conspiradora. Ahogué un sollozo, el dolor físico y emocional era insoportable. Me habían golpeado, manipulado, usado para el entretenimiento de una audiencia cruel. ¿Por qué? ¿Por qué esta maldad? En medio de mi desesperación, el teléfono sonó. Una llamada de Londres. La inoportuna noticia de un abuelo al que creía muerto para mí. Pero en ese instante de quiebre, una idea. Una única y afilada oportunidad para escapar. Decidí que no me destruirían. Esta vez, se acabó la Sofía ingenua. Ahora solo quedaba una Sofía decidida a contraatacar. Y ellos, mis torturadores, pagarían.

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