Todo Para Isabela

Todo Para Isabela

Gavin

5.0
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Capítulo

Me desperté junto al pajar, con el olor a estiércol y a tierra mojada golpeándome la nariz. El sol de la tarde andaluza caía a plomo, pero a mí me calaba un frío que venía de la tumba. Porque yo recordaba. Recordaba la tierra fría llenando mi boca, la oscuridad, y la voz de mi padre, Ricardo, diciendo que era por el bien de Isabela. Recordaba el fuego, el grito de mi hermano Javier, el cuerpo roto de mi madre Carmen. ¡Había regresado! Intenté advertirles: "¡Mamá! ¡Javier! ¡Vienen a matarnos!". Pero mis súplicas fueron recibidas con risas y miradas incrédulas. Mi madre me secó las lágrimas mientras mi padre, por teléfono, susurró una amenaza helada: "Dile a esa hija tuya que esta vez nadie encontrará su tumba". Él también recordaba. Minutos después, los asaltantes irrumpieron. Me creyeron, sí, pero ya era demasiado tarde. La desesperación me ahogaba. ¡Eran los mismos rostros, las mismas palabras incrédulas de mi primera vida! ¿Cómo era posible que nadie me creyera? ¿Que mi propio padre hubiera envenenado el pozo antes de mi llegada? ¿Por qué esta cruel condena? Pero esta vez, no estaba indefensa. Un empujón desesperado de mi madre hacia la bodega me dio el primer as bajo la manga: la medalla de oro de la abuela. Luego, entre los escombros, lo vi: un dedo humano seccionado. En él, el anillo de mi hermano Javier. Esa prueba macabra, irrefutable, finalmente abriría los ojos de mi tío Mateo. Y mi otro as... las cámaras de seguridad ocultas que instalé en cuanto renací, listas para exponer la verdad de mi malvada hermanastra. Esta vez, la historia sería diferente.

Introducción

Me desperté junto al pajar, con el olor a estiércol y a tierra mojada golpeándome la nariz. El sol de la tarde andaluza caía a plomo, pero a mí me calaba un frío que venía de la tumba.

Porque yo recordaba. Recordaba la tierra fría llenando mi boca, la oscuridad, y la voz de mi padre, Ricardo, diciendo que era por el bien de Isabela. Recordaba el fuego, el grito de mi hermano Javier, el cuerpo roto de mi madre Carmen. ¡Había regresado!

Intenté advertirles: "¡Mamá! ¡Javier! ¡Vienen a matarnos!". Pero mis súplicas fueron recibidas con risas y miradas incrédulas. Mi madre me secó las lágrimas mientras mi padre, por teléfono, susurró una amenaza helada: "Dile a esa hija tuya que esta vez nadie encontrará su tumba". Él también recordaba. Minutos después, los asaltantes irrumpieron. Me creyeron, sí, pero ya era demasiado tarde.

La desesperación me ahogaba. ¡Eran los mismos rostros, las mismas palabras incrédulas de mi primera vida! ¿Cómo era posible que nadie me creyera? ¿Que mi propio padre hubiera envenenado el pozo antes de mi llegada? ¿Por qué esta cruel condena?

Pero esta vez, no estaba indefensa. Un empujón desesperado de mi madre hacia la bodega me dio el primer as bajo la manga: la medalla de oro de la abuela. Luego, entre los escombros, lo vi: un dedo humano seccionado. En él, el anillo de mi hermano Javier. Esa prueba macabra, irrefutable, finalmente abriría los ojos de mi tío Mateo. Y mi otro as... las cámaras de seguridad ocultas que instalé en cuanto renací, listas para exponer la verdad de mi malvada hermanastra. Esta vez, la historia sería diferente.

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