Renacer de salto de puente

Renacer de salto de puente

Gavin

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Capítulo

Mi médico suspiró, confirmando lo inevitable: mi leucemia estaba en etapa terminal, y yo solo anhelaba la paz de la muerte. Para mí, morir no era una pena, sino la única liberación de una culpa que nadie, excepto él, entendía. Luego, mi teléfono sonó, y la voz fría de Mateo Ferrari, mi jefe y antiguo amor, me arrastró de nuevo a un purgatorio autoimpuesto. Cinco años atrás, en los viñedos de Mendoza, su hermana y mi mejor amiga, Valeria, me empujó por la ventana para salvarme de unos asaltantes. Su grito y el sonidFmao de un disparo resonaron mientras huía, y cuando la policía me encontró, Mateo me sentenció con un odio helado: "Tú la dejaste morir. Es tu culpa." Desde entonces, cada día ha sido una expiación, una condena silenciosa bajo la crueldad de Mateo. Él me humillaba, me obligaba a beber hasta que mi cuerpo dolía, disfrutando mi sufrimiento como parte de esa penitencia interminable. Mi existencia se consumía bajo su sombra, una lenta autodestrucción en busca del final. La leucemia era solo el último acto de esta tragedia personal, la forma final de un pago que creía deber. ¿Por qué yo había sobrevivido para cargar con esta culpa insoportable y el odio de quienes una vez amé? Solo ansiaba el final, la paz que la vida me había negado, el perdón de Valeria. Una noche, tras una humillación brutal, una hemorragia masiva me llevó al borde de la muerte. Sin embargo, el rostro angustiado de mi amigo Andrés, y la inocencia de una niña que lo acompañaba, Luna, me abrieron una grieta de luz inesperada. ¿Podría haber una promesa más allá de la muerte, una oportunidad para el perdón y una nueva vida que no fuera de expiación?

Introducción

Mi médico suspiró, confirmando lo inevitable: mi leucemia estaba en etapa terminal, y yo solo anhelaba la paz de la muerte.

Para mí, morir no era una pena, sino la única liberación de una culpa que nadie, excepto él, entendía.

Luego, mi teléfono sonó, y la voz fría de Mateo Ferrari, mi jefe y antiguo amor, me arrastró de nuevo a un purgatorio autoimpuesto.

Cinco años atrás, en los viñedos de Mendoza, su hermana y mi mejor amiga, Valeria, me empujó por la ventana para salvarme de unos asaltantes.

Su grito y el sonidFmao de un disparo resonaron mientras huía, y cuando la policía me encontró, Mateo me sentenció con un odio helado: "Tú la dejaste morir. Es tu culpa."

Desde entonces, cada día ha sido una expiación, una condena silenciosa bajo la crueldad de Mateo.

Él me humillaba, me obligaba a beber hasta que mi cuerpo dolía, disfrutando mi sufrimiento como parte de esa penitencia interminable.

Mi existencia se consumía bajo su sombra, una lenta autodestrucción en busca del final.

La leucemia era solo el último acto de esta tragedia personal, la forma final de un pago que creía deber.

¿Por qué yo había sobrevivido para cargar con esta culpa insoportable y el odio de quienes una vez amé?

Solo ansiaba el final, la paz que la vida me había negado, el perdón de Valeria.

Una noche, tras una humillación brutal, una hemorragia masiva me llevó al borde de la muerte.

Sin embargo, el rostro angustiado de mi amigo Andrés, y la inocencia de una niña que lo acompañaba, Luna, me abrieron una grieta de luz inesperada.

¿Podría haber una promesa más allá de la muerte, una oportunidad para el perdón y una nueva vida que no fuera de expiación?

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