Camila Valdez tenía dieciocho años cuando conoció a Diego Montenegro. Él tenía veinte, trabajaba arreglando autos en un taller del barrio y vivía con su abuela materna. Ella venía de una familia estricta, de esas que miden el valor de una persona por el apellido y la cuenta bancaria. Pero eso no importó en ese momento. Camila y Diego no se fijaron en esas cosas. Solo se vieron, se gustaron, y comenzó algo que cambió sus vidas para siempre.
Se conocieron un sábado por la tarde. Camila había salido a comprar materiales para una tarea de arte cuando se le cayeron los pinceles y una carpeta con bocetos en la vereda. Diego, que pasaba en su bicicleta, se detuvo a ayudarla. Sus manos se tocaron por accidente cuando ambos intentaron recoger el mismo dibujo. Ella se rió nerviosa, y él sonrió sin decir nada. Desde ese gesto torpe nació algo que ninguno pudo ignorar.
Los días siguientes se encontraron por casualidad. O eso querían creer. En realidad, empezaron a buscarse. Camila pasaba por la esquina del taller con la excusa de que iba a comprar pan, aunque ya tenía en casa. Diego salía a barrer la vereda a la misma hora en que sabía que ella regresaba del colegio. Poco a poco, comenzaron a hablar más, a reírse de tonterías, a compartir anécdotas de su día.
A Camila le encantaba cómo Diego la miraba. Con atención, sin juzgar. A Diego le gustaba cómo ella hablaba de sus sueños con pasión, como si realmente creyera que el arte podía cambiar el mundo.
Una tarde, mientras compartían un helado en una plaza vacía, él le dijo:
-¿Tú crees en eso de que el amor puede con todo?
Camila se quedó pensando unos segundos.
-No lo sé... pero quiero creerlo.
Él le tomó la mano por primera vez esa tarde. A partir de ahí, no hubo vuelta atrás.
Durante meses vivieron un romance a escondidas. Ella inventaba que se iba a estudiar con una amiga, o que tenía actividades escolares. Él siempre la esperaba con su sonrisa tranquila y los brazos abiertos. Camila sentía que el mundo desaparecía cuando estaba con él. Y Diego, por primera vez, pensaba que tal vez podía ser feliz sin tener que luchar tanto contra la vida.
Pero el amor de juventud tiene sus propias reglas. Es rápido, intenso, ingenuo. Se sienten eternos los besos bajo la lluvia, los mensajes escondidos, las miradas cómplices en los pasillos de una feria. Y para ellos, todo eso se volvió parte de una rutina secreta que los hacía felices.
Hasta que llegó esa noche.
Camila había tenido una discusión horrible con su padre. Él había encontrado un dibujo donde ella había retratado a Diego. No dijo nada al principio, pero su mirada lo dijo todo. Le gritó que no quería que se relacionara con "gente sin futuro", que debía enfocarse en ser una señorita, en tener un buen matrimonio, en representar el apellido Valdez con dignidad.
Ella no contestó. Solo se fue.
Esa noche fue directo al taller, donde Diego seguía trabajando. Estaba sucio, con la cara manchada de grasa y las manos agrietadas por el trabajo duro. Pero para ella, nunca se había visto más perfecto. Camila se lanzó a sus brazos sin decir palabra. Lo besó como si fuera la última vez. Y ahí, en la oscuridad del depósito donde él guardaba las herramientas, se entregaron por primera vez.
No hubo música, ni velas, ni palabras románticas. Pero tampoco hubo dudas. Fue real, tierno, torpe, pero honesto. Fue suyo.
-¿Te arrepientes? -le preguntó Diego mientras ella se acomodaba junto a él, con la cabeza sobre su pecho.
-Nunca -respondió ella sin pensarlo-. Si el mundo se acaba mañana, hoy fui feliz.
Después de esa noche, empezaron a hablar en serio de fugarse. Diego decía que conocía a alguien en otra ciudad, que podía trabajar allá. Que podían empezar de cero. Él no tenía miedo. Tenía hambre de futuro. Y Camila, aunque asustada, sentía que podía hacerlo si él estaba a su lado.
-¿Y si nos vamos? -le dijo una noche mientras veían las luces de la ciudad desde una colina-. Solo tú y yo.
-¿Y si nos sale mal?
-Entonces lo intentamos otra vez.