Andrea García está acostumbrada a conseguir todo lo que desea. Su nueva obsesión es el enigmático y rebelde Alberto Villanegra, y está decidida a atraparlo a cualquier costo. Sin embargo, su audaz plan tiene un precio mucho más alto del que esperaba. Mientras Andrea lucha con las consecuencias de sus decisiones y jura nunca más dejarse llevar por el amor, Javier, el mejor amigo de su hermano, ha sido traicionado de la peor manera y ahora debe hacerse cargo del negocio familiar. Cuando descubre que Andrea está en peligro, decide protegerla y está dispuesto a hacerla cambiar de opinión al susurrarle: "No huyas... solo atrévete".
Andrea escapó con la agilidad de una gacela, escuchando la risa descontrolada de su hermana Sara a sus espaldas. El patio se convirtió en un pésimo refugio para esconderse de la ira de su hermana por usar sus botas nuevas sin permiso.
La sorpresa la detuvo en seco al ver a Efraín, el mayor de los tres, descender de su Jeep con una gracia despreocupada, pero no se detuvo. No podía.
Su hermano mayor se puso las manos en las caderas, pero sustituyó su ceño fruncido por una amplia sonrisa cuando Sara le disparó un chorro de agua directo al pecho para que se quitara del camino. Ella era así de vengativa.
-¡Ey, ustedes dos! -exclamó riendo-. ¿Quién empezó?
-¡Fue Sara!
-¡Fue Andrea! Siempre es ella -acusó Sara sin bajar la pistola de agua-. Es una consentida y le daré una lección.
Andrea, en un acto de desafío, le sacó la lengua a Sara y ejecutó un baile burlón azotando su trasero para provocarla. Pero al girar, chocó de frente contra un duro pecho.
El dueño de ese compacto muro de piel, la sostuvo por la cintura para evitar que cayera de espaldas.
-¿Estás bien? -preguntó él sin poder disimular la diversión en sus lindos y extraños ojos claros salpicados con diminutas motas verdes.
El rubor invadió su rostro, y la vergüenza se intensificó al seguir la atención de su mirada hacia su blusa empapada, y la oscuridad de sus pezones debido a la transparencia de la tela.
Andrea intentó responder con soltura, demostrar que era toda una universitaria de primer año, pero solo pudo balbucear una extraña respuesta.
Su hermano mayor la rescató de semejante humillación al envolverla en un abrazo protector. Pero le revolvió el cabello como a una chiquilla, antes de soltar su famoso:
-Renacuajo, ¿acaso no me vas a saludar?
Era imperdonable que sus hermanos la humillaran así delante de un desconocido.
-¿Cuándo llegaste? -dijo dándole un beso en la mejilla y fingir que nadie escuchó el horrible apodo que le pusieron desde que estaba en preescolar.
-Hace unas horas. Les presento a Javier Herrera, un amigo.
-Encantado -respondió Javier, estrechando la mano y besando la mejilla de Sara.
Su hermana se sonrojó y Andrea pensó que Sara era una tonta por comportarse así.
-Lo mismo digo. Adelante. Estoy segura de que mamá querrá organizar una fiesta para darles la bienvenida.
Andrea resopló cuando Sara la miró con burla al pasar a su lado. Mientras los dos avanzaban, aprovechó para lanzarle agua en la cara a Andrea y susurrar con una sonrisa triunfante:
-El bolso y las zapatos que pediste ahora son míos, Renacuajo.
Javier volteó y ella desvió la mirada.
No era justo. La tía Susie envió una decena de vestidos y maquillaje para Sara, y todos sabían la debilidad que Andrea sentía por los diseños de Jimmy Choo.
-Te compraré otro par de botas.
-No, gracias -respondió Sara-. ya tengo lo que quiero.
-Eres una tramposa -murmuró Andrea con resentimiento, y la miró de reojo, preguntándose si también había encontrado los aretes a juego que pidió.
-Shh, ya deja de quejarte. Mejor hablemos de algo importante. ¿Sabes quién es él?
Andrea negó con desdén, qué le importaba. Ni siquiera era guapo.
Juntas se escabulleron alrededor de la casa, evitando la mirada reprobatoria de su madre.
La cocinera, ocultando una sonrisa, les hizo señas para que atravesaran la cocina con rapidez. Corrieron por el pasillo de servicio y subieron las escaleras hacia sus habitaciones.
La de Andrea era la primera y Sara la siguió dentro.
-Ya deja el misterio, habla. -Se quitó los tenis mojados y buscó en su armario algo que su madre considerara adecuado para bajar.
-Escuché a papá hablar sobre el hijo de un hotelero que serviría de aval para Efraín.
Su padre debía estar arrepentido de haberle puesto esa condición a su hermano para aprobar que no siguiera sus pasos como financiero y se dedicara a la construcción.
-Wow, debe tener mucho dinero. - Andrea entrecerró los ojos hacia su hermana-. ¿Acaso te gusta?
-Tiene propiedades por todo el mundo.
-No fue lo que pregunté.
-No seas tonta -dijo riendo y le lanzó su camiseta mojada antes de echarse a correr en sostén-. ¡No es mi tipo!
Andrea sonrió, a Sara le gustaba el hijo del jardinero, pero ella creía que nadie lo sabía.
Escuchó pasos de nuevo y creyó que era su hermana, que volvía para seguir hablando del visitante. Así que le dio la espalda y pidió:
-¿Me ayudas con la cremallera?
Sus dedos tibios rozaron su espalda y fue la primera vez que Andrea se estremecía por un toque tan simple como ese.
-Tampoco es mi tipo, pero tiene unos pectorales durísimos -continuó Andrea sin voltear-. Si se descuida, puede que lo haga mío y te deje las sobras. ¿Qué dices? ¿Apostamos?
-Me encantan las apuestas -susurró una voz varonil contra su oreja, envolviéndola en un aroma amaderado que le robó el aliento.
Andrea se giró de inmediato.
-Lo siento, no quise... Yo no... -
Ella retrocedió por instinto y se cubrió con lo primero que encontró cerca. Su corazón latió desbocado.
Javier sonrió, sus ojos encontrándose brevemente con los de ella antes de mirar hacia otro lado.
-Efraín me pidió que lo esperara en su habitación mientras termina una llamada. Es obvio que me equivoqué. No quise asustarte.
-No. Yo... Es a la derecha, la última puerta -respondió Andrea, tragando saliva.
Un silencio incómodo se instaló entre ellos, antes de que Javier girara buscando la salida, pero un estruendo y un grito ahogado los hizo correr hacia el pasillo.
Allí, encontraron a Sara en el suelo, sujetándose el tobillo con una mueca de dolor en su rostro.
-¿Qué ocurrió? -Andrea se arrodilló a su lado.
Sara negó con la cabeza, sus ojos brillantes por las lágrimas contenidas.
-Resbalé. Creo que me torcí el tobillo.
Andrea notó un charco de agua, vestigio de su batalla anterior.
Javier se acercó con un gesto de preocupación.
-¿Puedes caminar?
Sara negó, mordiéndose el labio.
-No lo creo.
Sin decir una palabra, Javier la levantó en sus brazos con facilidad, como si no pesara nada. Sara lo miró sorprendida, pero no protestó.
-Llévala a su habitación -indicó Andrea-. Voy por hielo y vendas.
Javier asintió y comenzó a caminar con su hermana acunada contra el pecho. Andrea los observó alejarse, hasta que Sara lo hizo detenerse para decir:
-No le digas a mamá, no quiero preocuparla. -Y le guiñó un ojo con disimulo.
Andrea no quería pensar mal, así que sacudió la cabeza y fue en busca de lo necesario.
Al volver, encontró a Javier sentado en la cama examinando el tobillo de Sara. Andrea se quedó congelada en la puerta, observando la forma en que sus manos acariciaban suavemente su piel y ella se acercaba demasiado a su rostro. Extasiada por el contacto.
Sara la vio y sonrió con picardía.
-Gracias, hermanita. Creo que acabo de encontrar a mi enfermero personal.
Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de su treta antes.
-Entonces los dejo -y le devolvió el gesto a Sara con ironía.
Sin embargo, la mano de Javier en su muñeca la detuvo.
-La verdad es que no sé si sea conveniente que esté aquí. Quédate con ella y yo iré por Efraín.
Sara intentó detenerlo y Andrea estuvo a punto de soltar una carcajada al ver su cara de pánico, pero a fin de cuentas era su hermana y no la dejaría pasar por semejante humillación. Salió en busca de Javier, pero al dar un par de pasos hacia el pasillo, lo encontró recostado contra la pared, cruzado de brazos.
-¡Qué demonios! -exclamó sobresaltada, mirándolo con confusión-. Pensé que...
-No era justo.
-¿De qué hablas? -Se atragantó.
Javier negó y aunque no le parecía el hombre más atractivo del mundo, al menos no como el que le gustaba, seguía teniendo algo que llamaba su atención y sobre todo, algo que la descolocaba y que le impedía actuar como la chica segura que era.
-De la apuesta. ¿Te atreves?
Otros libros de Mileth Pineda
Ver más