Kent, 1812
IMOGENE levantó la mirada y vio todo lo que necesitaba saber. El sol de noviembre casi había vencido a las nubes y eso era suficiente para ella. El aire era frío, pero no importaba porque tenía la oportunidad de montar a caballo. Era su momento de libertad, y le dio la bienvenida. Solo cuando cabalgaba a lomos del caballo era capaz de dejar todo lo demás a un lado. Momentos como ese la llevaban de regreso a un tiempo… anterior.
Siguió el sendero hasta la parte alta de la pradera y contempló el arroyo seco. Sus ojos se tropezaron con una bola de color blanco, que se distinguía con facilidad entre las piedras oscuras. Urgió a Terra a deslizarse por una grieta, y llegar hasta la mancha blanca;
un corderito de apenas unas horas de vida. Sin pensar, desmontó y recogió a la solitaria criatura. Notó la agitación bajo la caliente lana del animal y su corazón se derritió sin remedio. Sabía que no hubiera podido salir de allí sin perder la vida en el intento. Era un corderito nacido fuera de temporada, algo inusual a finales de otoño, pero no imposible.
Recorrió el paisaje con la mirada hasta que vio lo que sospechaba. La madre estaba muerta; su cuerpo estaba medio oculto por la vegetación a unos metros de distancia.
Imogene vio también la sangre que oscurecía la tierra. Se había filtrado en el terreno, dejando una enorme mancha. El pobre animal había muerto al dar a luz, una dura realidad de la vida tanto para seres humanos como para otras criaturas.
Apretó al bebé y lo aseguró delante de la silla mientras el animal balaba con desconsuelo y Terra resoplaba con irritación. Se subió a una enorme roca para volver a montar y poco a poco encontró la manera para salir de la grieta entre las piedras y regresar al sólido terreno de la pradera. Mientras regresaba a la granja de Kenilbrooke, pensó que lo mejor sería devolver el cordero al señor Jacks e informarle de la oveja muerta.
Sin embargo, Terra tenía otra idea. El animal sacudió la cabeza y dio un paso con torpeza, demostrando con claridad que tenía problemas para soportar el peso. Imogene saltó al suelo por segunda vez y trató de averiguar qué le ocurría.
—Se te ha clavado una piedrecita al atravesar las rocas, ¿verdad, bonita? — Sin dejar de tranquilizarla con palabras suaves y caricias, examinó el casco lo mejor que pudo, pero no encontró nada. Desafortunadamente, el balido del corderito se volvió incesante—.
Eso tampoco te está ayudando, ¿a qué no? — Terra la observó con paciencia, como si entendiera cada una de sus palabras.
Apartando el cordero de la silla, Imogene lo sostuvo contra su pecho hasta que se calmó. Una vez que Terra se hubo tranquilizado lo suficiente, se envolvió las riendas alrededor de la mano y comenzó a guiarla poco a poco.
—Supongo que tendremos que regresar caminando.
Terra relinchó como si estuviera de acuerdo. Lo único que podía hacer era llevar al animal tan suavemente como le fuera posible y pedir ayuda en Kenilbrooke Park. Jamás se arriesgaría a que la herida de su caballo se hiciera más profunda por buscar su propia comodidad, y un paseo no la mataría. Puede que no fuera demasiado agradable con el corderito en los brazos y que el sol de noviembre resultara un poco más ardiente de lo que creyó originalmente, pero sobreviviría. No era para tanto, pensó mientras se abría camino entre las rocas y los matorrales. Emprendió el camino con vigoroso impulso. No eran tantos kilómetros y los recorrería con rapidez.
«Sigue diciéndote eso, chica».
Criar animales era lo que mejor sabía hacer, o al menos eso era lo que le decía su hermano con considerable frecuencia. Aunque ir a Kent para la boda de su primo era su obligación, eso no significaba que quisiera estar allí. Era consciente, por otra parte, de que los deseos y el deber rara vez coincidían. Al menos en su caso. Así que en Kent se encontraba en ese momento. Graham Everley, noveno barón de Rothvale, dueño de Gavandon, miembro del parlamento, retratista no conocido y, sobre todo, miserable bastardo, miró por la ventana de la casa de su amigo y pensó en el último año de su vida. Al regresar a Inglaterra había recuperado sus innumerables sentimientos de impotencia y pesar. En Irlanda todo era diferente. Era más fácil. Todo iba más despacio.
La echaba de menos desde el día que partió.
—Bien, ¿entra en tus planes ir a la ciudad mientras estás aquí? —preguntó Hargreave desde un lugar a su espalda, detrás del sofá.
—Sí, en realidad sí —repuso Graham, sin apartar la vista de la ventana—.
La semana que viene viajaré al sur. ¿Cuánto tiempo se tarda? ¿Dos horas a caballo…? —Sus palabras se perdieron y su voz se desvaneció ante el palpable dolor que le golpeó en lo más hondo, casi como si le perforaran la carne. El duro latido que acompañó el dolor le indició que su corazón también estaba implicado en aquella batalla. Todo era respuesta directa a lo que sus ojos estaban percibiendo.
—¿Hargreave? Qué visión más extraordinaria. Y justo aquí. —Hizo un gesto a su amigo para que se acercara—. ¿Quién es? ¿Quién es esa joven belleza que lleva un corderito en sus brazos y a una yegua coja de las riendas por el camino?
Henry Hargreave se unió a él ante la ventana y frunció el ceño en cuanto la vio.
—Es la señorita Byron-Cole. Parece necesitar un poco de ayuda. Bajaré y averiguaré lo que le ha pasado. —Graham siguió a su amigo. Fuera o no de mala educación, tenía que ver mejor a esa joven.
—Señorita Byron-Cole, buenos días. Creo que ha tenido algún problema — anunció Hargreave mientras se acercaba.
—Señor Hargreave. —La muchacha parecía nerviosa. ¡Dios!, era una diosa.
Graham no podía dejar de mirarla. Y esa voz… Lo único que le había oído pronunciar, el nombre de Hargreave, era suficiente para tentarse. Se trataba de un sonido ronco, con un soplo de sensualidad que ponía en su cabeza imágenes de piel desnuda y cuerpos entrelazados en una cama. Concretamente, el cuerpo de ella desnudo en su cama.
Observó a la señorita Byron-Cole mientras explicaba a Hargreave lo que le había ocurrido, haciendo caso omiso del hecho de que estaba mirándola como un idiota.
—Había pensado en pedir ayuda a su administrador. Sí, señor, ha sido una mañana llena de acontecimientos. Me encontré con este corderito recién nacido, y su madre muerta en lo alto de la pradera, donde el arroyo seco, y no podía dejar abandonada a la criatura.
Cuando ya había decidido entregarla en la finca, noté que mi yegua cojeaba.
Parece tener algo clavado en el casco de la pata delantera, posiblemente una piedra o algo así. Así que mucho me temo que hemos padecido una caminata pesada y lenta en lugar de disfrutar de un paseo.
Hargreave llamó al administrador de la finca y se dirigió de nuevo a ella.
—Señorita Byron-Cole, debe estar agotada tras esa caminata tan dura con el animal en brazos. ¿Por qué no toma un refresco y se sienta un rato con nosotros?
—Es muy amable, pero no, gracias —se negó ella, sacudiendo la cabeza—.
No voy a imponerle mi presencia. Sé que está a punto de recibir a sus invitados y no tengo deseo de interrumpirle. —Los ojos de la joven se detuvieron en el lugar donde él estaba parado en los escalones. Graham se quedó paralizado, pero no apartó la vista, viéndose obligado a mirarla, incapaz de hacer otra cosa—. Me temo que mi tía me va a echar de menos. En mi casa deben preguntarse dónde me he metido —añadió con solemnidad.
—Por supuesto, pero tenga la seguridad que su presencia no es una intrusión. Estoy seguro de que proporcionará una bienvenida distracción a mis invitados. — Hargreave se volvió ligeramente, dirigiendo su mirada al lugar donde estaba Graham, todavía sobre el mismo escalón y con expresión de idiota. Hargreave arqueó una ceja con diversión antes de volver a enfrentarse a la hermosa señorita Byron-Cole.
Afortunado cabrón.
—En cualquier caso, somos vecinos, y se ha arriesgado con valentía para devolver algo perteneciente a mi finca. Debería estar pagando mi deuda con usted. — Hargreave seguía parloteando cuando el administrador de la propiedad entró en escena —. Ah… aquí está el señor Jacks. Él se hará cargo del cordero y examinará a… mmm… ¿cómo se llama su yegua?
— Terra. Su nombre es Terra, señor Hargreave. El señor Jacks ya lo sabe.
Graham pensó que parecía que la señorita Byron-Cole quería retirarse, y él se vio asaltado por la irracional idea de que debía exigirle que se quedara y tomara el refresco que había sugerido Hargreave. Todavía no había acabado de mirarla. Y quería oírla hablar un poco más. Pero todos sus deseos se vieron relegados cuando el mozo transfirió la silla de la montura coja a un caballo negro con aire regio que tenía una mancha blanca en la frente, un representación perfecta de un rayo sobre las olas del océano.
— Terra, que significa tierra. ¿Podía ser más apropiado? Le diré que el caballo sobre el que regresará a casa se llama Triton, dios del mar. La tierra y el mar se ven representados aquí, por así decirlo —bromeó Hargreave, señalando a los dos animales.
Graham quiso poner los ojos en blanco, pero se limitó a esperar la respuesta de la joven.
—Entonces son, de hecho, la tierra y el mar. —No rio la broma—. Triton ya me conoce. Me atrevería a decir que sé manejarlo. Es un animal muy rápido y, no obstante, suave. Gracias, señor, por su amabilidad y por prestármelo. Mi tío enviará mañana a un mozo a por Terra y devolverá a Triton al mismo tiempo. ¿Le parece bien?
—Perfecto. No hay ningún problema. —Hargreave se acercó a la caja para montar mientras que Graham se obligó a mantener los pies en el escalón cuando lo que en realidad quería era ayudarla a alzarse desde la caja. Poner las manos en su cintura y abrazarla. ¿Qué demonios le estaba pasando a su cerebro?—. ¿Vendrá con su familia al baile de esta noche?
—preguntó Hargreave. «Una buena pregunta, sin duda».
—Sí, señor, es el evento más esperado en Wilton Court. Creo que todo el mundo lo aguarda con gran entusiasmo —respondió ella con cortesía, pero miraba el camino de grava como si fuera su mejor amigo. Quería irse.
—¿Usted se encuentra entre los que lo esperan con tanta ansiedad?
—«¡Gracias, Hargreave!». Graham esperó que ella le dijera que sí. Si acudía al baile esa noche significaría que volvería a verla. Que podría hablar con ella. Bailar. Tocarla.
—Sí, por supuesto. —Su respuesta no desveló nada. La señorita Byron-Cole era una belleza reservada—. Una vez más, muchas gracias, señor Hargreave, por su ayuda. Por favor, transmítale mis mejores deseos a la señora Hargreave, a la señorita Mina y al señor Everley. Que tenga un buen día, señor.
Escuchar su apellido en aquellos labios fue muy satisfactorio, a pesar de que se dio cuenta perfectamente de que no se refería a él cuando mencionó al «señor Everley». La señorita Byron-Cole había citado a su primo, Julian Everley, el novio, y la razón de que Graham estuviera en tierras inglesas después de año y medio alejado de ellas. Si su primo no estuviera a punto de casarse, él jamás habría salido de Donadea por voluntad propia.
Ella bajó la cabeza sonriendo con rigidez. Cuando la volvió a levantar, sus ojos se encontraron con los de él durante un momento y le sostuvo la mirada. De pronto, Graham se sintió como un escolar y no pudo reprimir una sonrisa. Pero en el mismo momento en que ella la vio, se dio la vuelta con brusquedad. «¡Maldición!».
—Entonces, señorita Byron-Cole, nos veremos esta noche. —Hargreave se inclinó antes de reunirse con él en la escalera. La vieron montar con rapidez, y los cascos de Triton levantaron una polvareda mientras ella se alejaba hasta perderse de su vista.
Ese caballo negro era magnífico. De hecho, la escena, la combinación de amazona y montura era increíble.
—Tienes que contarme todo lo que sepas sobre esa mujer, Hargreave. — Graham había decidido que no debía perder el tiempo y que era mejor descubrir cuanto antes todo lo posible sobre la señorita Byron-Cole.
Su amigo arqueó la ceja, pero no dijo nada. Cuando regresaron al salón, las cabezas de todos los presentes se volvieron hacia ellos, ansiosos por conocer nuevos chismes.
—¿Y bien? —pregunto Sophie.
—La señorita Byron-Cole les envía sus mejores deseos. —Hargreave explicó con rapidez al grupo lo ocurrido mientras cogía la mano de su esposa y se la llevaba a los labios para besarla.