La mentira del entrenador, mi verdad final
quedó suspendida en el aire, pesada y teñida d
ana, desprovi
milio.
á, pero sus movimientos er
seas ridícula, Ariadna.
algo de espacio. Ambos lo necesitamos. Para calmarnos. Mañana te dejaré las llaves de la casa. -Metí la mano en mi bol
tobillo palpitaba, un dolor sordo que me recordaba mi cuerpo roto, mi vida rota. Cuando alcanc
Ariadna
e del brazo, su agarre
jo en un abrazo apretado, su cabeza hundiéndose en mi hombro. Su aliento olía a licor rancio-. No
sperada, me provocaron una sacudida de repuls
vista de cualquier calidez. Luché, empujando
reglarlo. Lo prometo. Solo... solo quédate. -Intentaba besarme el pelo, la me
a, nacida de la pura repulsión, lo empujé hacia atrás con todas mis fuerzas. Tropezó, perdie
trocediendo ligeramente ante el shock. Abrió la boca, luego la cerró. Par
mí fue el sonido más liberador que jamás había escuchado. No esperé a ver si me seguiría. Sabía que no l
vidas desarrollándose a mi alrededor. Me sentí completamente sola, una figura solitaria a la deriva en un mar de humanidad i
era la hija de oro, la que había escapado de lo mundano, la que había alcanzado las estrellas. Mi he
me llegaron incluso antes de que tocara. La idea de enfrentarlos, de explicar mi vi
e mi madre, usualmente agudos y crítico
arde! -Su mirada se posó en mi pequeñ
a sonris
. de paso. -La ment
detrás de mi madre, secándose las manos en un trapo de cocina. Sus ojos, ya
u tono era acusador, como si hub
erándose un poc
a. -Puso un vaso en mi mano, su preocupación fugaz-. Ahora, d
ciar las palab
r donde quedarme esta noc
specto desconcertado. Un pesado silencio se instaló en la habitación, denso de preguntas no dichas y resentimie
tenía tales reparos. L
temprano? Y los niños tienen escuela. -Sus palabras eran dire
aclaró l
a noche, ¿verdad? Esta
he -confirmé, mi v
os, sus pasos pesados de indignación. Mi madre, suspirando, s
mi vida. No es mucho,
l sofá, su mano acarici
irte de esto. Una mujer necesita a su esposo. -Sus palabras eran un estribillo familiar, una canción que había escuchado toda mi vida. El valor de una mujer estaba en su matrimonio, su estatus, su ca
a para discutir, demasia
endo,
el sofá, las cobijas haciendo poco para ahuyentar el frío que se había filtrado en mis huesos. Mi cabeza comenzó a palpitar de nuevo, un dolor sordo e i
e embarazado, parpadeando detrás de mis párpados. Lágrimas calientes corrían silenciosamente por mis sienes, empapando la almohada. Me mordí el labio, apret
erpo rígido y dolorido, mi mente ya acelerada. ¿A dónde iría? ¿Qué haría? Mi pequeña cuenta de ahorros estaba disminuyendo, una suma insignificante en comp