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El amor en la sociedad rusa de finales del siglo XX

Capítulo 4 Capitulo 4

Palabras:4871    |    Actualizado en: 14/05/2023

ignó consigo mismo por haberse sonrojado y por no haber sabido decirle: «He venido

había afirmado más aún durante los años en que Levin fue estudiante. Éste se preparó a ingresó en la Universidad a la vez que el jove

encariñado era precisamente con la casa, con la famil

Así, pues, en casa de los Scherbazky se encontró por primera vez en aquel am

a muerte de

sterioso, poético; y no sólo no veía en ellos defecto alguno, sino que suponía que bajo aquel velo po

Linon, fuesen por las tardes a horas fijas al boulevard Tverskoy, vestidas con sus abrigos invernales de satén – Dolly de largo, Natalia de medio largo y Kitty completamente de corto, de modo que se podían distinguir bajo el abriguito sus piernas cubiertas de tersas medias encarnadas–; que hubiesen de pasear por el boulevard Tverskoy acompañad

la Marina, pereció en el Báltico y desde entonces las relaciones de Levin con la familia, a pesar de su amistad con Oblonsky, se hicieron cada vez menos estrechas. Pero cuando aquel año, a principios de invierno, Levin volvió a Moscú después de un año de ausencia y visitó a los Scherbazky, comprendió de quién estaba destinado en realidad a enamorarse. Al parecer, nada más sencillo – conociendo a los Scherbazky, siendo

a alta sociedad, que comenzó a frecuentar para verla más a menudo; y, de repente, l

los padres de Kitty él no podía ser un buen partido

a edad, treinta y dos años, otros compañeros suyos eran: uno general ayudante, otro director de un banco y d

ro, un hombre sin capacidad, que no hacía, a ojos de las gentes, sino lo que hacen los que n

ella ya difunto, sus relaciones con Kitty habían sido las de un hombre maduro con una niña, lo cual le parecía un obstáculo más. Opinaba que a un joven feo y bondadoso, cual

s y vulgares, pero él no lo podía creer, y juzgaba a los demás por sí mis

reposo, y vio claro que no podría vivir sin saber si Kitty podría o no llegar a ser su mujer. Comprendió, además, que sus temores eran hijos de su imaginación y que no tenía ningún serio motivo para pensar que hubiera de

su hermano mayor por parte de madre. Después de mudarse de ropa, entró en el desp

renombrado que había venido de Jarkov con el exclusivo objeto de discutir con

ía con interés, después de leer el último artículo del profesor, le escribió una carta exp

ba entonces muy en boga, y se reducía a aclarar si existía un límite de separación entre la

sonrisa fría con que acogía a todo el mundo, y des

trecha, interrumpió un momento la conversación para sal

filósofo se marchase, pero acabó

ciencias puede tomar en el desarrollo de las ciencias; pero, por su parte, jamás asociaba estas profundas cuestiones referentes a la procedencia del hombre c

do parecía que iban a tocar el tema principal, se desviaban en seguida, y se hundían de nuevo en la esfera de las sutiles distinciones, l

is sustentada por Keiss; es a saber: que toda concepción del mundo exterior nos es transmitida mediante sensaciones. La idea de que exis

brota del conjunto de todas las sensaciones y es consecuencia de ellas. Wu

contrario... –come

aproximarse al punto esencial del problema, iban

e aniquilen y mi cuerpo muera, ¿no

dolor físico, miró al que le interrogaba y que más parecía un palurdo que u

réis que

l profesor, y comprendía tanto las objeciones de éste como el natural y s

ciones de contestar adec

ntos–. No ––dijo–. Yo sostengo que si, corno afirma Pripasov, la sensación tiene su fundam

y esperaba con impaciencia

a su hermano: – Celebro que hayas venido.

e preguntaba por ellas lo hacía por condescendencia. Le contestó, pu

que le preguntaba por las tierras (las propiedades de su madre las poseían los dos hermanos en común, aunque era Levin quien las administraba), tuvo la sensación de que no

–preguntó Sergio, que daba mucha

o lo sé. –¿Cómo? ¿

isión –contestó Levin– y

Sergio Ivanovich ar

comenzó a relatarle lo qu

Pero los exageramos y nos consolamos de ellos con la ironía que tenemos siempre en los labios. Una cosa te diré: si otro pueblo cualquiera de Europa hubiese tenido una institución

sándose–. Era mi última prueba, puse en ella to

ue no enfocas bien el asun

razón ––conced

hermano Nicolás es

or que los dos, era un calavera. Había disipado su fortuna, andaba sie

ntó Levin con inquie

ha visto e

? ¿Sabes d

omo disponiéndose a

–dijo Sergio Ivanovich,

su domicilio; le remití la letra que aceptó a T

a su hermano una nota que

on la letra irregular de Nico

dejéis en paz. Es lo único que d

lás

eció en pie ante su hermano, con la c

r a su desgraciado hermano y la convicción de

rá – seguía diciendo Sergio–. Yo estaba dispuesto a ay

Comprendo y apruebo tu acti

ecto a las relaciones entre tú y yo: no conseguirá hacernos reñir. Pero creo que es mejor que

le, pero no quedaría tranqu

lección de humildad. Desde que Nicolás comenzó a ser como es, yo comencé a con

, terrible! –

Nicolás, Levin decidió visitarle en seguida, pero luego

dirigió, pues, a la oficina de Oblonsky y, después de haber conseguido las informaciones que necesitaba s

cerca del Parque Zoológico y se encaminó por un sendero a la pista de patinar, segur

es. El público, con sus sombreros que relucían bajo el sol, se agolpaba en la entrada y en los paseos ya limpios de nieve, entre filas de casetas de madera de es

ilo; es preciso no emocionarse. ¿Qué te pasa corazón? ¿Qué quieres? ¡Calla, estúpido!». As

e le saludó, pero Levin no rec

s que hacían subir los trineos, sonaban voces alegres. Unos pasos más allá se e

eñora. Aunque nada había de extraordinario en su actitud ni en su vestido, para Levin resaltaba entre todos, como una rosa ent

acercarme adonde está

bo un momento en que incluso decidió marcharse. Tuvo que hacer un esfuerzo sobre sí mismo para decirs

tervalos, como hacen los que temen mirar al sol de frente. Pero

os maestros del arte de patinar, luciendo su arte; los que aprendían sujetándose a sillones que empujaban delante de ellos,

aban al lado de Kitty, la alcanzaban, le hablaban, se separaban otra vez y todo con indiferente naturalidad,

aqueta corta y pantalones ceñidos, descansaba en un ba

as! ¿Desde cuándo está usted aquí? El hiel

maneras de Scherbazky delante de «ella» y sin perderla de vi

tos desesperados a inclinándose hacia el hielo, iba un muchacho vestido con el traje nacional ruso que la perseguía. Kitty patinaba con poca seguridad. Sacando las manos del manguito suje

iececitos nerviosos, se acercó a Scherbazky, se cogi

u expresión deliciosa de bondad y candor infantiles, tan admirablemente colocada sobre sus hombros graciosos. Aquella

s, y su sonrisa, aquella sonrisa que le transportaba a un mundo encantado, donde se sentía satisfecho, conten

? –le preguntó Kit

anguito. Levin lo recogió y

epuso Levin, a quien la emoción había impedido ent

otivo por que la buscaba, s

d patinara. Y pati

como tratando de adivina

l mejor patinador –dijo al fin, sacudiendo con su manecita enfund

con pasión aspiraba a llegar

joven, sonriendo–. Me gustaría verle patinar. An

nar juntos!», pensa

go –dijo en alta voz.

do el pie de Levin para sujetarle los patines–. Desde entonces no viene nad

so es vida! ¡Eso es felicidad! ¡Juntos, patinaremos juntos!, me ha dicho. ¿Y si se lo dijera ahora? Pero tengo miedo, porque ahora me si

el hielo liso de la pista, deslizándose sin esfuerzo, como si le bastase la voluntad para animar

entando cada vez más la velocidad, y cuanto más deprisa i

sé a qué se deberá, pero me siento completa

de decir. Y, en efecto, apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando, del mismo modo como el sol se oculta entre las nubes, del rostro

e marcó en la tersa

one, no tengo derecho

uso ella fríamente. Y añadió–: ¿No

avía

darla. Le ap

mientras se dirigía hacia la vieja francesa

viejo amigo, enseñando al

! –continuó, riendo, y recordando los apelativos que antiguamente daba Levin a cada una de las tres her

ro la francesa llevaba di

Verdad que nuestra Kitty

e de la joven; sus ojos le miraban, como antes, francos y llenos de suavidad, pero a

institutriz y de sus rarezas, pre

endo en el pueblo durante

ty le arrastraba a la esfera de aquel tono tranquilo que había resuelto mantener

ucho tiempo? –

Levin, casi s

de tranquila amistad, se marcharía otra vez

no lo

... Depend

sintió aterrado

leves talonazos y se alejó de él rápidamente. Se acercó a la institutriz,

talmente. Pero, como sintiera a la vez una viva necesidad de moverse, se la

n los labios, descendió a saltos las escaleras con los patines puestos, creando un gran estrépito

clamó Levin. Y corrió hacia

Nicolás Scherbazky–. ¡Hay que te

urando mantener el equilibrio con los brazos. Tropezó en el último peldaño, pero tocando ligerament

ce y acariciante, como si contemplase a un hermano querido. «¿Acaso soy culpable? ¿He hecho algo que no esté bien? A eso llaman coqu

o encendido por la violencia del ejercicio, se detuvo y quedó pensativo. Luego s

dijo la Princesa–. Recibimo

onces

visita –repuso la

pudo contener el deseo de suavizar la sequedad d

ta l

aire triunfador, entraba en el jardín. Al acercarse, sin embargo, a su suegra adoptó un

ildemente, Oblonsky se enderezó, sacan

de ti y estoy satisfechísimo de que hayas venido

e el eco de aquellas palabras: «Hasta luego», y de cuya ment

o al «Ermitage»

iéndose por este restaurante, porque debía en él más dinero que

o? –añadió–. ¿Sí? Magnífico..

lencio. Levin pensaba en

o en la desesperación, y considerando que sus ilusiones eran insensatas. No obstante, tenía la sensación de se

re tanto, iba componiend

o? –preguntó a Levin,

roda

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