El amor en la sociedad rusa de finales del siglo XX
. No podía, pues, engañarse asegurándose q
años, apuesto y aficionado a las damas; ni de no estar ya enamorado de su mujer, mad
r el caso a su esposa. Con todo, comprendía la gravedad de
ultar el hecho mejor si hubiese imaginado que
e era fiel, pero quitando importancia al asunto. Creía, además, que una mujer agotada, envejecida, ya nada hermosa,
resultaba tod
ba todo, con lo a gusto que vivíamos! Ella era feliz rodeada de los niños, yo no la estorbaba en nad
casa. ¡Verdaderamente, hay algo feo, vulgar, en hacer
elle Roland y su encantadora sonrisa.) ¡Pero mientras estuvo en casa no me tomé libertad algu
rocurar olvidar. Pero hasta la noche siguiente Esteban Arkadievich no podría refugiarse en el sueño, en las ale
o aspiró el aire a pleno pulmón, llenando su amplio pecho, y, con el habitual paso decidido de sus piernas ligeramente torcida
su amigo, apareció inmediatamente lleván
ó el barbero, con lo
na? –preguntó el Príncipe, tomando el
ateo, mirando con aire inquisiti
con astuta sonrisa: –Han venido d
s se cruzaron en el cristal: se notaba que se comprendían. La mirada de E
las piernas, miró a su señor sonriendo de un m
go, y que, hasta esa fecha, no m
e llevaba eviden
e se le prestase atención. Abrió el telegrama, lo leyó, procurando subsan
eteniendo un instante la mano del barbero, que ya traza
ueño, no se le escapaba la importancia de aquella visita en el sentido de que Ana Arkadi
sola o con su mari
ro le afeitaba el labio superior; pero hizo un ademán significativo leva
ón de arriba? –Consulta a Daria
a? –preguntó, indecis
elegrama. Ya me dir
eban quería hacer una pr
n, s
do y lavado, empezaba a vestirse, cuando, lento sobre sus botas crujie
ha dicho. –Y el buen criado miraba a su señor, riendo con los ojos
pués, una bondadosa y triste son
é te parece? –dijo
señor –opinó optimis
crees
, s
–agregó el Príncipe al sentir detr
uso una voz fir
rostro picado de viruelas d
eguntó Esteban Arkadievi
os suyos propios, casi todos los de la casa, incluso Matrec
itió el Príncip
e nosotros! Ella sufre mucho y da lástima de mirar... Y luego, toda la casa a
al cabo no haría más que pag
recib
be. ¡Dios es misericordioso! Rueg
, poniéndose encarnado. Y, quitándose la
ella como limpiándola de un polvo invisible y la ajustó al cuer
ajustó los puños de la camisa y, con su ademán habitual, guardó en
rialmente alegre a pesar de su disgusto, salió con redo paso y se dirigió al comedo
in reconciliarse con ella no era posible realizar la operación, parecía que se mezclase un interés material con su deseo de restablecer la
r de expedientes, hizo unas observaciones en los márgenes con un enorme lápiz, y luego comenzó
ica ni la ciencia, Esteban Arkadievich profesaba firmemente las opiniones sustentadas por la mayoría y por su periódico. Sólo cambiaba de ideas cua
itas, sino que se limitaba a aceptar la moda corriente. Como vivía en sociedad y se hallaba en esa edad en que ya se necesita tener opiniones, acogía las ajenas que le convenían. Si optó por
e penuria de dinero. Agregaban los liberales que el matrimonio era una institución caduca, necesitada de urgente reforma, y Esteban Arka
ran las piernas1. Tampoco comprendía por qué se inquietaba a los fieles con tantas palabras terribles y solemnes relativas al otro mundo cuando en éste se podía vivir tan bien y tan a gusto. Añádase a esto que Esteban Arkadievich no desaprovechaba
en una costumbre; y le gustaba el periódico, como el cigarro desp
do, que afirmaba que es
doptar medidas para aplastar la hidra revolucionaria, ya que, «muy al contrario, nuestra opinión es que el mal
una manera velada al Ministerio. Gracias a la claridad de su juicio comprendía en seguida todas las alu
r el recuerdo de los consejos de Matrena Filimonovn
para Wiesbaden, que no habría ya nunca más canas, que se vend
aban hoy la satisfacción tranquila
se levantó, se limpió las migas que le cayeran en el chaleco y, sacando mucho el pecho, sonrió j
recordó de pronto su situació
econoció las de Gricha, su hijo menor, y la de Tania, su hi
ir en el techo! –gritaba la niña en ing
kadievich–. Los niños juegan donde qu
iquillos, dejando una caja con la que rep
spirar el característico perfume de sus patillas. Después de haber besado el rostro de su padre, que la te
y suave cuello de su hija–. ¡Hola! –añadió, sonri
rarse igualmente amable con los dos, pero el pequeño se daba cuenta
–contestó la niña. Est
pasado la noche en vela»,
ebía constarle y no había de fingir ignorarlo preguntando con aquel tono indiferente. Se ruborizó, pu
ijo que no estudiásemos hoy, que fuése
ia. Pero no; espera un momento –dijo, reteniéndola
día antes y ofreció dos a Tania, eligiendo uno de chocolate
papá? –preguntó la pequeña
, s
los hombros, le besó l
ateo–. Y le está esperando un visit
e está ahí? –U
dicho que anuncies l
lo su café, señor! – replicó el criado con aquel to
–dijo Oblonsky, con
u costumbre, la hizo entrar, la escuchó con atención y, sin interrumpirla, le dijo a quién debía dirigirse para obtene
etuvo un momento, haciendo memoria para recordar si olvidaba algo
dijo, y sus hermosas fac
é o
imposible volver a convertir a su esposa en una mujer atractiva, capaz de enamorarle, como e
o disimulo y mentira, dos cosa
cer. No podemos seguir así»,
, lo tiró en el cenicero de nácar y luego, con paso rápido, se dirigió
Romance
Hombre Lobo
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