No sé en qué momento mi vida decidió convertirse en un chiste malo, pero aquí estoy, sentada en el sofá deshilachado de mi diminuto apartamento, con una taza de café frío en la mano y un montón de facturas sin pagar mirándome desde la mesa como si fueran un jurado silencioso. Condenada, eso es lo que estoy. Valeria Montes, veintiocho años, desempleada desde hace cuatro meses, diecisiete días y unas seis horas —sí, las cuento, porque cuando no tienes nada que hacer, el tiempo se convierte en tu peor enemigo—.
Mi cuenta bancaria tiene exactamente setenta y tres pesos con doce centavos, y mi dignidad… bueno, esa se perdió en algún momento entre la última entrevista fallida y el día que tuve que vender mi guitarra para pagar el alquiler.
El silencio del lugar es ensordecedor, roto solo por el goteo del fregadero que no he arreglado porque, adivinen qué, no tengo dinero para un plomero. Me miro en el reflejo opaco de la pantalla de mi celular apagado —se cortó el servicio ayer— y me pregunto cómo llegué aquí. Hace un año tenía un trabajo decente como asistente administrativa, un jefe que no me gritaba demasiado y un sueño modesto de ahorrar para irme de viaje algún día. Pero luego vino la reestructuración, el “lo sentimos, no eres indispensable”, y ahora soy esto: una mujer que se queda mirando el techo por horas, preguntándose si el universo tiene un manual de instrucciones que olvidé leer.
La taza tiembla un poco en mi mano cuando la dejo en la mesa, justo al lado de una carta de desalojo que lleg-ó esta mañana. “Tiene treinta días para ponerse al día con el pago o abandonar la propiedad”, dice en letras frías y formales. Treinta días. Como si en un mes pudiera conjurar un milagro, un empleo, una varita mágica que haga desaparecer la deuda que me ahoga. Respiro hondo, intentando no dejar que el pánico me devore, pero es difícil cuando sientes que el suelo se desmorona bajo tus pies y no hay nada a lo que agarrarte.
Entonces suena el teléfono fijo —sí, ese dinosaurio que mantengo porque es lo único que no me han cortado todavía—. El timbre me saca de mi espiral de autocompasión, y me lanzo a contestar como si mi vida dependiera de ello. Tal vez sea un cobrador, tal vez sea mi madre para recordarme por décima vez que debería volver a casa con ella, pero cualquier voz al otro lado es mejor que este silencio que me aplasta.
—¿Valeria? —La voz es aguda, familiar, y tardo un segundo en reconocerla. Es Sofía, mi mejor amiga desde la universidad, la única persona que aún no se ha rendido conmigo.
—Sof, por favor, dime que no llamas para darme otro discurso motivacional —respondo, intentando sonar sarcástica, pero mi voz sale más temblorosa de lo que quiero.
—No, tonta, te llamo porque encontré algo que podría sacarte del hoyo. —Su entusiasmo me hace fruncir el ceño. Sofía siempre tiene ideas locas, como la vez que me convenció de vender cupcakes en la calle (spoiler: perdimos dinero porque yo quemé la mitad y ella regaló la otra mitad a unos niños que pasaban).
—¿Qué es esta vez? ¿Vender mi cabello? Porque ya lo consideré y no creo que alguien pague por este desastre —bromeo, pasándome una mano por mi melena castaña, que lleva días sin ver un cepillo decente.
—Escucha antes de burlarte. Es un trabajo. Bien pagado. Muy bien pagado. —Hace una pausa dramática, y yo ruedo los ojos, aunque ella no puede verme—. Niñera para el hijo de Damián Valtor.