El sonido de la puerta al abrir la sobresaltó, pero no se giró, no hacía falta hacerlo, bastaba con sentir como sus vellos se erizaban ante la inminente presencia. Era ese hombre, estaba segura.
—¿Qué quiere?—lo encaró firme, alzando la barbilla.
Evidentemente, esto él no podía notarlo, estaba de espaldas después de todo. Pero sin importar si la veía o no, no pensaba demostrarle temor. Ya no.
—¿Qué quiero yo o que quieres tú?
La pregunta sonó tan extraña, que no pudo evitar girarse y mirarlo a la cara.
—¡¿Querer yo?!—le grito sin poder evitarlo—. ¡Pues creo que es bastante obvio! ¡Libéreme!—ordeno, como si realmente estuviese en condiciones de hacerlo.
Él no contestó, solo la miró con esos azules tan intensos y penetrantes. Era, sin duda, una visión impropia, parecía existir algo más en ese mar de indiferencia que siempre demostraba.
—¿Estás segura de eso?—preguntó, su voz sonó extrañamente suave.
—Por supuesto, ¿por qué no lo estaría?
—La otra noche, cuando me acerque, sentí que había algo más que simple repulsión de tu parte—le recordó, y aquello le hizo sentir incómoda. Desde luego que lo recordaba bien. Sus manos sobre su piel, el calor que su cercanía le transmitía, no era muy diferente a lo que experimentaba en ese momento: anticipación, deseo.
—No sé dé qué está hablando—fingió demencia.
Arlet sabía que era más fácil hacerse la desentendida, a confesar que, efectivamente, había sentido algo más. ¿Algo más por su secuestrador? Por supuesto que no. Ni hablar.
—¿Por qué te mientes?