Fabio irrumpió en la oficina con energía desbordante, solicitando documentos y haciendo preguntas sobre diferentes clientes a su paso. Esther, su secretaria, lo siguió por el pasillo y atravesó la puerta de cristal detrás de él.
Ella le entregó una camisa gris que colgaba de una percha, una taza de café y, con habilidad, le recordó las citas programadas para esa tarde mientras él se cambiaba.
Él asentía con gesto distraído, desviando la mirada de vez en cuando para confirmar algunos datos en su computadora. Al notar que Esther no tenía intención de abandonar la oficina después de recibir el informe, la observó expectante, esperando escuchar si iba a agregar algo más.
Esther no solía ponerse nerviosa por su presencia; de hecho, eso fue lo que le permitió conseguir el puesto. Era la única capaz de mantener su ritmo frenético, satisfacer su nivel de exigencia y entender la importancia de la confidencialidad en su área de trabajo. Toda una joya entre las secretarias de la firma.
Ignorando a Esther, Fabio se adentró en el baño y rápidamente ajustó su corbata. Sabía que le quedaban menos de dos horas para regresar al juzgado y el tráfico del mediodía no le permitiría demorarse. Si llegaba un minuto tarde, ese juez era capaz de posponer la audiencia, y ya tenía suficiente presión de los socios del bufete para ganar ese caso.
Le prometió a su cliente que la ayudaría en todo lo posible; y que resarciría los momentos difíciles que su esposo le hizo pasar desde que decidió abandonarla por su amante. Ese hombre le suspendió los ingresos, incluyendo el pago de las altas colegiaturas de sus tres hijos; uno de ellos con una enfermedad crónica que requería costosos medicamentos que no podían permitirse.
Eso la llevó a adquirir una deuda exorbitante y ahora él buscaba obtener la custodia total de sus hijos y todos los bienes en el divorcio, al darse cuenta de que una hermana de su cliente le heredó a ese muchacho una cuantiosa fortuna. Y no lo iba a permitir.
—¿Sabes que no tengo tiempo que perder? Dime qué sucede —dijo Fabio mientras limpiaba su saco frente al espejo.
Esther respondió en tono seco:
—Tiene una visitante inesperada en la sala de conferencias. Y su padre llamó de nuevo.
—¿Qué? ¿Susana está aquí? ¿Por qué no me lo dijiste antes? —Ignoró a propósito la última información, mientras su padre siguiera insistiendo en que sentara cabeza con una dama de sociedad, él tampoco cedería.
El recuerdo de la última vez que estuvieron juntos le golpeó como una ola furiosa, preguntándose si ella seguía tan radiante como siempre. Ya habían pasado seis meses desde la última vez que la vio y él le pidió una oportunidad para demostrarle que podía hacerla feliz. Ahora, tal vez, ya había llegado el momento de su respuesta.
Sin dejarla terminar, aceleró el paso. Sabía que si ella estaba allí era porque lo extrañaba, lo quería de vuelta en su vida, o lo necesitaba.
Durante todos esos meses, estuvo siguiendo noticias de la ciudad a la que viajó por trabajo, como un acosador, aunque le pareció extraño no saber más sobre su carrera profesional de arquitecta.
Abrió las puertas de roble, que crujieron al moverse, y sintió el olor a cera que le revolvió el estómago, o quizá era la ansiedad mientras preparaba en su cabeza las palabras de bienvenida que le daría, y el tenerla de nuevo entre sus brazos, absorbiendo su aroma, escuchando su risa.
Sin embargo, se detuvo en seco, clavando los talones en el suelo. Su mandíbula se tensó y sus manos se cerraron en puños al descubrir a la visitante, pero retrocedió dos pasos para encontrarse nuevamente con
Esther, quien se acercó con un gesto de disculpa y le susurró:
—Ella insistió en esperar… y amenazó con hacer un escándalo en recepción. Sabe que hoy firmamos con los japoneses.
—Ofrécele algo de beber y dame un minuto, o dos. —solicitó Fabio, tratando de contener su ansiedad.
El resentimiento hacia sí mismo se apoderó de él. Sentía que era un completo idiota por seguir ilusionándose con una mujer que lo abandonó, a pesar de todo lo que él hizo por ella. Anhelaba tanto verla que le dolía de manera física, pero parecía que eso ya no sería posible.
Al regresar a su oficina, se tomó su tiempo para enviar un correo urgente y pensar en la forma más sutil de sacar a esa otra mujer de allí. Así que al volver a la sala, contempló a la esposa de su jefe sentada en la mesa, exhibiendo sus largas piernas, y recordó fragmentos de aquella desafortunada noche en la que fue incapaz de negarse a un acercamiento, temiendo perder su trabajo.
Fue un completo idiota y cayó en un juego peligroso que debía terminar de una vez.
—Scarlett —saludó desde la puerta y se mantuvo allí, a pesar de la sugerente bienvenida que la mujer le ofreció al sonreír.
—Vengo por una respuesta a lo que te pedí.
—Podrías haber llamado, porque sigue siendo no. Te reitero que si no logras llegar a un acuerdo con él, tú serás quien pierda más.