No sé en qué momento de la tarde decidí que hoy necesitaba beber. Tal vez fue cuando revisé por décima vez el balance de cuentas y confirmé que el agujero financiero era más grande que el mes pasado. O quizá cuando mi socio, el mismo hombre que juró que "éramos familia", desapareció con una parte de los fondos de la empresa y no contestó mis llamadas.
Lo cierto es que no soy de bares. No me gusta la música alta ni los desconocidos que creen que una mujer sola es una invitación abierta. Pero esa noche, la soledad pesaba tanto que el ruido me pareció más acogedor que el silencio de mi apartamento.
Empujé la puerta del bar más cercano a la oficina y el olor a madera, licor y cigarrillos viejos me recibió como un golpe. Era un sitio pequeño, con luces bajas, de esos en los que puedes pasar inadvertida... o crees que puedes.
Me senté en la barra. El taburete estaba frío y algo inestable, como si llevara años ahí. El barman, un tipo calvo con barba canosa y tatuajes en los antebrazos, me lanzó una mirada rápida.
-¿Qué va a tomar?
-Whisky doble. Sin hielo. -Lo dije sin pensarlo, como si mi boca hubiera tomado la decisión por mí.
Él arqueó una ceja.
-Día difícil.
-Difícil es poco. -Suspiré y me dejé caer un poco hacia adelante-. Hoy descubrí que los traidores no siempre llevan máscara... a veces usan tu mismo apellido.
El hombre soltó una risa seca mientras servía.
-Eso suena a historia para otra ronda.
No respondí. Tomé el vaso y bebí un sorbo que quemó mi garganta pero me calentó el pecho.
Pasaron unos minutos en los que intenté concentrarme en cualquier cosa que no fuera mi empresa al borde de la quiebra. Observé las botellas alineadas detrás de la barra, las mesas dispersas, un par de parejas hablando en voz baja. Entonces lo vi.
Estaba sentado a dos taburetes de distancia, traje negro perfectamente entallado, corbata floja, copa de vino tinto en la mano. No era el típico cliente de un bar así; más bien parecía alguien que debería estar en un restaurante caro o en una reunión de alto nivel. Tenía el cabello oscuro, perfectamente peinado, y unos ojos... Dios, esos ojos. Oscuros, intensos, como si vieran más de lo que deberían.
Me miraba. No disimulaba.
-¿Puedo ayudarle? -le solté, con más filo del necesario.
Sonrió apenas, ladeando la cabeza.
-Parece que alguien está perdiendo la guerra.
Fruncí el ceño.
-¿Y usted parece de esos que se creen generales sin haber pisado un campo de batalla?
Su sonrisa se ensanchó un poco, como si le divirtiera mi respuesta.
-Tal vez. O tal vez soy el enemigo que viene a ofrecerte un trato.
-No estoy comprando nada esta noche -repliqué, girándome hacia mi vaso.
-No siempre se trata de comprar -dijo, acercándose un poco-. A veces se trata de ganar.
-¿Y usted siempre habla en acertijos o solo cuando intenta impresionar a una mujer? -pregunté sin mirarlo.
-Solo cuando la mujer en cuestión parece necesitar que alguien le recuerde que no ha perdido todavía.
Solté una carcajada breve.
-Usted no sabe nada de mí.