La céntrica Puerta del Sol en Madrid bullía con la promesa de un nuevo año, y yo, Sofía, estaba lista para recibirlo, ansiosa por las campanadas y el abrazo de mi novio, Adrián.
Todo parecía perfecto: mi vestido nuevo esperando la ocasión y mis doce uvas listas para ser devoradas junto a él.
Pero con cada golpe de campana, Adrián no aparecía, su teléfono silencioso, mi nerviosismo creciente.
La verdad, sin embargo, no tardó en llegar, explosiva y pública, a través de una publicación de Instagram: Adrián y mi supuesta mejor amiga, Isabel, riendo cómplices en una cala de Ibiza, con un mensaje irónico que decía: "Feliz Año Nuevo. Por un futuro juntos. ❤️".
Tragué mis uvas, una a una, sola en medio de la multitud jubilosa, cada fruto un bocado de humillación y el cruel abandono.
Todas sus mentiras -los secretos, las llamadas perdidas, las excusas sobre sus vacaciones supuestamente "separadas" de verano- encajaron de golpe en un rompecabezas brutal.
Me sentía patética, ridiculizada, traicionada hasta la médula por las dos personas en las que más había confiado ciegamente.