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Prólogo
En el día de hoy el sol estaba más radiante que de costumbre y me encontraba tumbada cerca de la piscina mientras me bronceaba y esperaba a que el mayordomo de la casa me trajera la bebida que le pedí. Nada mejor que una buena piña colada para refrescar todo mi cuerpo y seguir disfrutando del sol de New York.
– Aquí está su bebida señorita, Natalia – dijo Sergio, el mayordomo. Un hombre de sesenta años que siempre me complace en todo sin protestar.
Según tengo entendido, Sergio lleva en esta casa muchos más años de los que recuerdo, desde antes de yo nacer. Él ha estado al servicio de la familia Alcázar desde muy joven y supongo que también seguirá siendo así hasta que su fecha de caducidad llegue. Ya veremos si cuando me toque heredar a mí todo este imperio, él sigue estando vivo para todo lo que yo necesite.
– Gracias, Sergio. Déjalo sobre la mesa y déjame sola – le digo sin voltear a verlo porque la verdad no va mucho eso de las relaciones, jefes y empleados, más en esta casa en donde todos son cotillas.
Tal vez por mi manera de expresarme crees que soy la típica niña de papi sin educación, sin embargo, el que lo haga tiene su motivo. Ya una vez salí lastimada por ser bondadosa y buena, así que ahora solamente me importa heredar algún día lo que me corresponde para que así yo pueda ser la dueña de todo.
Ya había pasado como media hora desde que estaba tomando el Sol y cuando vi la hora en mi móvil súper que ya era tarde. Necesitaba arreglarme para llegar con tiempo al antro en el que había quedado con unas amistades de la universidad. Por lo que debía de arreglarme con horas de anticipación para poder estar divina y dejar a más de uno con la boca abierta. Debía de demostrarles que no quedaba nada de la antigua Natalia que ellos conocían.
– ¿Se puede saber a donde con tanta prisa? Pensé que te volverías un pollo rostizado cogiendo tanto Sol – dijo mi padre con su característico humor negro y yo solo lo mire por encima de las gafas.