Una esposa para mi hermano
Yo soy tuya y tú eres mío
El camino a reparar tu corázon
El regreso de la heredera adorada
Vuelve conmigo, amor mío
La segunda oportunidad en el amor
Enamorarme de ella después del divorcio
Tener hijo con mi mejor amigo
El amor predestinado del príncipe licántropo maldito
Atraído por mi mujer de mil caras
Narra Helen.
Allí iba yo, directo a casarme con un hombre en silla de ruedas que no conocía, un hombre que detestaba por haberme prácticamente obligado casarme con él; un hombre que me llevaba unos cuantos años de edad, y que me estaba obligando a vivir por siempre atada a un paralítico.
Sí, como he dicho antes, a un paralítico. Y no era que fuese una mala persona que viera a esas personas como pocas cosas, era todo lo contrario; las admiraba por salir adelante a pesar de sus dificultades, pero, él Dylan Mayora era el hombre más cruel del mundo.
Me llamo Helen Fonseca, hija de una familia de la clase media. Contaba con un padre llamado Arturo Fonseca; un hombre alcohólico, lleno de maldad que nos había hecho la vida imposible a mi madre y a mí desde que tenía uso de razón.
Mi madre se llama Andrea Palacios; una mujer humilde y de corazón noble, una mujer dulce por la cuál daría mi vida si fuera necesario.
Pero les contaré desde el principio. Tenía dieciocho años apenas cumplidos, y me estaban obligando a casar con el CEO de la empresa automotriz más importante del mundo. Mi padre estaba apunto de perder la casa y las deudas sobraban por culpa de su alcoholismo. Debido a lo anterior, su jefe le había hecho firmar un contrato de dos años de casamiento, por lo que a cambio de recuperar nuestra casa y pagarle sus deudas yo debía casarme con él. Todo ello porque él necesitaba una esposa que fuese capaz de casarse con un paralítico. Y entonces mi padre siendo empleado del monstruo de Dylan Mayora, no se le ocurrió otra idea que dar a su propia hija a cambio de que él le salvara la hipoteca de la casa y pagara sus incontables deudas.
Y pues allí entraba yo, la niña estúpida que haría cualquier cosa por ver feliz a su familia a pesar de que mi padre no merecía eso; aunque realmente lo hacía era por mi hermosa madre, quien últimamente había estado enferma y necesitaba un trasplante de riñón y nosotros no podíamos ni teníamos la posibilidad económica para hacerlo.
Mi madre trató de convencerme de que me fuera lejos, que fuera feliz, que me escapara, que lo único que a ella le importaba era mi felicidad, la felicidad de su única y preciada hija. No obstante, el solo hecho de dejar sola a mi madre con el animal de mi papá, hacía que cualquier duda de casarme desapareciera de mi mente.
—¡Papá, por favor! ¡No me hagas esto! Prometo trabajar horas extras, dejaré los estudios y recuperaremos la casa. También conseguiré el trasplante para mamá. Además, podemos donar el mío. Por favor, padre, no me obligues a casarme con ese monstruo en silla de ruedas… —Estaba llorándole a mi padre de rodillas, suplicándole que entendiera que por favor había otras maneras.
—Ya cállate, Helen. No seas egoísta y piensa un poco más en tu madre. Más tarde me lo agradecerás, estúpida. Mira que cualquiera quisiera estar en tu lugar. —Me tomó del cabello fuerte mientras me hablaba.
Realmente le tenía mucho miedo a mi padre. Ese hombre cuando se enojaba podía golpear a cualquiera, así que, me quedé en silencio por la sencilla razón de que no quería que se desquitara con mi pobre madre luego.
Minutos después limpié el maquillaje y acomodé mi vestido, para salir al auto que afuera me esperaba, para llevarme a mi destino.
Odiaba a Dylan Mayora, lo odiaba por pedirle a mi padre que yo fuera su esposa, que me entregará a él para condenarme a vivir con un hombre de veintisiete años, cuando yo apenas tenía dieciocho. Y no era que lo conociera, porque jamás lo había visto en una revista o me lo habían presentado, ya que siempre estaba estudiando y el poco tiempo que no lo hacía estaba trabajando para ayudar con las medicinas de mi mamá, pero podía imaginarlo. Muchas personas le temían, por ser un hombre áspero y de temperamento fuerte. Incluso, había personas que decían que era un asesino que había acabado con la vida de su esposa y de su hijo, hacía algunos años; pero yo no indagaba mucho sobre el tema.
En cuanto llegué a la iglesia, las piernas me temblaban. Quería llorar pero no quería avergonzar a mi familia, así que, me tragué cada una de mis lágrimas. Era horrible lo que estaba sintiendo. Yo deseaba vivir una vida plena, disfrutar mi juventud en la universidad, ir por primera vez ir a una fiesta, o una disco, pero jamás pensé que debía casarme con un viejo decrépito y más en silla de ruedas. Ese hombre estaba prácticamente robando mi juventud, robando todo lo que soñaba, todo lo que quería y lo que tenía, lo cual así fuera poco yo lo apreciaba.
Se escuchó la marcha nupcial, y aunque no era lo que soñé quise observar todo a mi alrededor; había periodistas y rostros sumamente desconocidos, me sentía abrumada por tantas cosas que estaba viviendo, pero más aún, decepcionada de mi padre.
Mi madre estaba en unas de las sillas de adelante; su piel estaba tan pálida que me dio tristeza mirarla. Ella no podía evitar llorar con dolor, aunque, muchos pensaban que lo hacía de felicidad porque su hija se estaba casando con el hombre que “amaba”.
Levanté la cara y caminé recta hacia mi destino, a lo lejos podía apreciar a un hombre de barba sentado en su silla de ruedas, su mirada era fría e intimidante y sus ojos no tenían expresión alguna. Tragué grueso muerta del miedo cuando mi padre me entregó en sus brazos.
Mi padre no le dijo nada, solo asintió con la cabeza y el hombre me miró para luego dirigirse al padre que nos miraba con alegría insinuando que estaba realizando una boda incitada por el amor.
Es que… ¡Mierda! ¿Nadie podía fijarse que me estaba muriendo en vida?
Giré mi rostro sin mirar a mi futuro esposo para escuchar al padre que había comenzando con la charlatanería que dicen todos antes del; los declaro marido y mujer.
—Señor Dylan Mayora, ¿acepta por esposa a la señorita Helen Fonseca, para amarla y respetarla en la riqueza en la pobreza en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte los separe? —le preguntó el padre.
Yo deseaba que el idiota recapacitara y se diera cuenta de que me estaba matando en vida, que me estaba robando mis mejores años, que me estaba haciendo algo que jamás se le debía hacer a una persona: quitarle su libertad.
—Sí, acepto —respondió sin titubear.
—Y usted señorita Helen Fonseca, ¿acepta al señor Dylan Mayora para amarlo y respetarlo, en las riquezas, en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe?
Esa frase, “hasta que la muerte los separe” hacía eco en mi cabeza. Y el salón se tornó en silencio al darse cuenta de que no respondía. Fue allí en donde lo miré de frente.
Era un hombre bastante atractivo. Sus largas pestañas lo hacían lucir más joven de lo que era, sus labios eran gruesos y bastante rosados, pero su mirada, su mirada irradiaba terror.
—¿No piensas contestar? —musitó en un tono áspero.
Miré al padre y boté las palabras que determinarían mi destino desde ese momento.
—Sí, acepto.
—Yo los declaro: marido y mujer…
El hombre no dejó terminar al padre, firmó unos papeles y me los lanzó para agarrar su silla de ruedas e irse.
Las personas comenzaron a murmurar entre ellas, mientras yo me sentía como una estúpida. Había sido humillada por aquél hombre, así que no tenía más remedio que también irme.
Llegué a casa con mis padres y cambié mi ropa. Mi madre hacía mis maletas mientras lloraba por lo que estaba pasando.
—No llores mami. —La abracé fuerte.
—Perdóname mi niña, perdóname por no defenderte de tu padre —sollozaba.
Junté mi frente con la de ella y la besé en los labios como lo hacía de pequeña.
—Prometo volver por ti mami, prometo que te voy a separar del animal de mi padre, solo mantente viva ¿sí? Todo lo hago por tu salud, te amó tanto vieja —lloraba con un dolor punzante en mi pecho. Y es que jamás me había separado de mi viejita linda.
Segundos después tomé mis maletas y salí de mi casa, sin despedirme de mi padre. No quería ni verlo a la cara, el muy idiota estaba sentando, tomando en el sillón de la sala celebrando que por fin que se había deshecho de mí.
En la calle me esperaba una limusina negra. Un hombre mayor bajó de ella y abrió la puerta para indicarme que entrara.
—Deje esa maleta en el basurero señorita, son órdenes del señor —me indicó el anciano.
Apreté los puños con molestia y saqué de ella mi bolsa de mano para llevarla conmigo. El anciano me miró extrañado pero de igual manera no dijo nada. Así que dejé la maleta, molesta, porque era tanto el miedo que le tenía a Dylan que no quería desobedecer ninguna de sus órdenes.