Acaricié las teclas con energía, mirando a través de mis gafas de lectura. Sonreí satisfecha, inspirada y muy entusiasta. La escritura estaba quedando perfecta. Me acerqué la copa de vino blanco y bebí, dándome suficientes energías para continuar, imaginando la escena perfectamente bien en mi cabeza mientras escuchaba una canción de George Michael.
" Arthur caminó hacia ella, sujetando el cinturón que hace sólo segundos se había quitado. Martha lo miraba, vestida sólo con su diminuto conjunto de noche, ofreciéndole los manjares de su cuerpo, húmedo y caliente. Él observó cada pequeño detalle de sus curvas, los detalles de su piel juvenil y morena, que hacía un complemento ideal con sus cabellos rizados, negros y frondosos.
La mandíbula de Arthur se encontraba tensa y su cuerpo poco a poco fue transformándose en un rígido espectro masculino y viril, manejado sólo por su espíritu fuerte y concebido para el calor. Quería hacerla suya, poder penetrar en su interior y deshacerla en los placeres que sus cuerpos podían concretar. Deseaba oír el sonido de sus cuerpos chocar, sentir el poder de sus manos en torno a sus muslos llenos y el roce de su masculinidad entre sus paredes irresolutas, calientes y fuertes.
— Quiero sentirte, Arthur —gimió Martha, cerrando las piernas y luego abriéndolas para él—. Quiero que me… "
¿Qué quiere Martha?
Me quité los anteojos y bufé, pasándome la mano por la frente.
Vamos, ¿qué quiere?, pensé, mirando hacia el fondo de mi estudio.
Me acomodé en la silla y me acerqué a la pantalla de mi laptop, dispuesta a terminar a como diera lugar.
"— Quiero que me hagas el… "
Borré la frase y entonces seguí, apretando aún más las teclas.
"— Quiero que me pen… "
—Hola, mami.
Cerré la laptop y tiré de mi silla hacia atrás.
Era Fred, mi precioso hijo de… Uf… ya tenía 6 años. Estaba tan grande.
—¿Qué haces?
Enarqué una ceja y me apoyé en la máquina, haciéndome la tonta.
—Sólo estoy haciendo informes para la universidad.
Me sonrió, elevando sus mejillas regordetas.
Como madre soltera desde los 23, mi mayor compañía había sido siempre mi hijo. Ahora que lo miraba, con su cabello castaño y ondulado y sus ojos inmensos de color chocolate, no dejaba de pensar en lo mucho que nos parecíamos.
Éramos uña y carne.
En ese instante entró mi madre, que cuidaba de mi hijo cuando debía trabajar.
Elena me vio, dispuesta a escribir, y enseguida se rio.
—¿Qué? —inquirí, cruzándome de piernas.