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La serendipia

El frío CEO ruega por mi amor

El frío CEO ruega por mi amor

Rowan West
Desde que tenía diez años, Noreen había estado al lado de Caiden, viendo cómo pasaba de ser un joven a convertirse en un exitoso director ejecutivo. Sin embargo, después de dos años de matrimonio, sus visitas a casa se volvieron raras. Los rumores entre los ricos decían que la despreciaba. Incluso la amante de su esposo se burlaba de sus esperanzas, y su círculo la trataba con desdén. La gente olvidó su década de lealtad. Noreen se aferraba a los recuerdos y se convirtió en el blanco de las burlas, hasta que finalmente se cansó. Pensaban que él había ganado su libertad, pero para su sorpresa se arrodilló e imploró: "Noreen, tú eres la única a la que amo". Ella dejó los papeles de divorcio sobre la mesa y se fue.
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Christian Nodal sonaba de fondo, con su voz y su letra melancólica había logrado extinguir por completo la paciencia que había procurado guardar hasta Florencia, donde nadie pudiera escucharlo gritar y maldecir, o eso esperaba, pero el calor sofocante, que no menguaba ni siquiera un poco con el pequeño recorte de cartón con el que se ventilaba, le tenía al borde del abismo. Se movía, desabrochaba los botones de la camisa en un vano intento por refrescarse, pero nada parecía suficiente. Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano izquierda, mientras que con la derecha seguía batiendo el cartón.

Hacía apenas unas horas había salido de Medellín, pero ya lo extrañaba como el sediento al agua; su cuarto, su privacidad, a su hermano. Ya no podía hacer nada al respecto, él mismo se había marcado a fuego ese destino, él había caminado por el sendero incorrecto y ahora debía enderezar el camino, y por eso se encontraba allí, viajando en un bus—escalera hacia el pueblo más olvidado de todo Caldas, soportando el calor más sofocante y penetrante que había experimentado en su vida.

Podía escuchar a lo lejos el río, pero el caserío, que estaba a ambos lados de la carretera, le impedía divisar la corriente fresca que avanzaba por alguna parte. Deseó profundamente estar en aquel caudal, pero de seguro no le daría tiempo.

Mientras buscaba en todas direcciones alguna heladería, aunque sabía que no la iba a encontrar, sentía como la camisilla se le quedaba adherida a la piel por el sudor, ya se había quitado la guayabera que su madre, muy amable mente, le había planchado esa mañana, y yacía desperdigada de cualquier manera a su lado, así que solo estaba con la camisilla sin mangas blanca que parecía ayudarle a conservar más el calor. Miró al señor que tenía al lado derecho, traía una camisa sucia y unas botas pantaneras que le llegaban hasta las rodillas, olía a tierra y sudor fuerte.

—Disculpe— le dijo, haciendo ademán de tocar le la rodilla para llamar su atención, pero se detuvo en medio camino.

—Dígame— los ojos negros del hombre le dieron un curioso repaso, y se quitó el sombrero para escucharlo mejor ¿acaso tenía tanto aire citadino?

— ¿Cuánto falta para llegar a Florencia? — el hombre, al ver la desesperación que le reinaba en los ojos, se limitó a redondear la cifra.

—Unas dos horas — Gabriel se le quedó mirando, sopesando la idea de ponerse a llorar o bajarse del vehículo y correr de vuelta a Medellín. Pero luego lo único que atinó a hacer fue agradecer al hombre con un movimiento de cabeza y bajar, casi pasando por encima de él, al suelo árido y polvoriento que le ensució los zapatos.

Ya en suelo se halló muerto de hambre, su estomagó rugió y la sensación ácida de la gastritis lo acometió, pero prefería no meterle nada al estómago; las curvas eran pronunciadas y no quería que terminara todo en el suelo de la escalera, como era reconocido, vulgarmente hablando, el vehículo. También le llamaban "Chiva" , pero a Gabriel le parecía ridículo comparar semejante medio de transporte con un loco animal. Observó la bestia que lo transportaba y se tomó un minuto para contemplar los detalles. Era un camión adaptado de manera artesanal para el transporte rural, tenía cientos de colores en los que predominaba el rojo y el azul. En su interior, las bancas puestas de manera horizontal lograban llenarse de la mayor cantidad de gente posible, solo tenía una entrada, así que las personas del fondo de la banca tenían que pasar por encima de las otras para salir. Gabriel se preguntó por qué no tenían entradas a ambos lados.

Se acercó a un pequeño restaurante en el que la gente coreaba una canción vallenata moderna que se le antojó ridícula y cliché. ¿Desde cuándo eso es vallenato? Pensó mientras se acercaba a la pequeña barra americana que separaba el comedor de la cocina del pequeño restaurante y esperó a que alguien lo atendiera, pero las mujeres estaban demasiado entretenidas hablando con el ayudante de la escalera en la que él había llegado. El ayudante era el encargado de subir las maletas y cobrar los pasajes, pero el esfuerzo físico que requería hacer en su trabajo estaba bien recompensado por unos enormes brazos y un trasero de infarto. Lástima su rostro, se dijo Gabriel, pero siempre se le puede poner una bolsa de basura.

Las mujeres seguían entretenidas con el muchacho, así que se aclaró la garganta para llamar la atención, pero solo logró despertar al gato que se estiraba plácidamente en la barra americana.

—Buenas— anunció, y ahora sí que lo vieron. Las tres mujeres se volvieron hacia él, y luego se miraron entre ellas en un claro gesto de agrado. Gabriel se sintió incómodo. Desde hacía tiempo ya, sabía que no era desagradable a la vista: no era muy alto, uno con setenta y cinco o algo así, su físico, gracias a su historial delictivo se había formado bastante bien, nada exagerado, aunque podía presumir sin vergüenza sus brazos, pero lo que llamaba más la atención de él era lo negro de su cabello, la oscuridad de sus ojos y la blancura de su piel. Muchas veces tuvo que pasar por el incómodo momento de contestar a la pregunta de si se pintaba los labios, ya que eran tremendamente rojos. Heredó el cabello de su padre y las labios de su madre. Se miró en el espejo que había en el fondo de la pared y desvió la mirada al ver el parche purpura que le decoraba el ojo.

Las jóvenes se acercaron cadenciosamente, con el rubor pintado a brochazos mal dirigidos en los pómulos, las caras grasosas y el maquillaje corrido. Las tres se recostaron en la barra.

—A la orden— anuncio la primera, Gabriel tragó saliva, pensando que jamás en su vida había visto muchacha más desagradable, con el delantal lleno de aceite y el cabello despeinado, negro y largo, con acné por todas partes y los dientes amarillentos y torcidos, tenía un olor fuerte a manteca y chicharrón.

—¿Venden helados aquí?— preguntó tratando de que no le temblara la voz. De repente le entraron ganas de salir corriendo.

—Para usted— anuncio la más joven de todas —claro que sí.

Solo habían de limón, el sabor que más odiaba, según él, el limón dañaba todo, no entendía como lo añadían al pescado o al sancocho, y mucho menos como hacían helados con él.

Después de pagar no aguantó las ganas y caminó a paso rápido hasta la escalera, y cubriéndose con el cuerpo del hombre que estaba en la orilla de su banca, rogó al cielo que todas las mujeres de esa región no fueran igual de acosadoras, visualmente hablando, que esas tres.

Unos cuantos minutos después, el chófer salió del restaurante, arrastrando los pies y rascando su incipiente barriga, le sorprendió ver que no era calvo. El ayudante prácticamente se arrancó de los brazos se las tres "acosadoras" y caminó hasta la escalera, donde se posicionó cómodo en una banca frente él. El helado se le escurría por los dedos, pero le daba un poco de pena aventarlo por la ventana, además tendría que hacerlo por sobre el señor que le sonreía cada vez que cruzaban miradas. Optó más bien por metérselo todo de una sola vez y aguantó con estoicismo el dolor de cabeza que le provocó el hielo saborizado.

El sonido del motor al encenderse le trajo una alegría que parecía más vieja que el mundo, así que se chupó los dedos llenos de líquido verde y para cuando la escalera comenzó a avanzar, se encontró listo para recibir el aire fresco que entraría por todas partes. Incluso había tirado ya el pequeño cartón. La escalera comenzó a avanzar, pero diez metros más adelante esta frenó súbitamente, incluso tuvo que poner las manos en el respaldo de la banca de en frente para evitar perder un par de dientes.

—¡Esperen!— se escuchó el grito de una mujer. Gabriel volvió la vista atrás y la vio, traía un perro bajo el brazo y arrastraba a una niña que se negaba rotundamente a subir. Después de un par de golpes propinados por la madre, la niña, que no pasaría de los seis años, rompió a llorar escandalosamente. Se subieron justo en la misma banca que él, y el hombre que había a su lado lo empujo para hacerle espacio a la mujer en la orilla. La niña se paró justo en la puerta, obstaculizando el aire.

Genial, se dijo Gabriel, al menos me queda el frente.

Mientras fijaba toda su atención al frente, la escalera volvió a arrancar. Sintió al fin el aire, más caliente de lo que esperaba, golpearle con suavidad el rostro. Con la paz que le trajo la frescura, logró meditar un poco acerca de su situación, pensó que Florencia tal vez no estaría tan mal, incluso logró divagar en la posibilidad de encontrar a algún chico guapo, pero desechó la idea de inmediato, si no había encontrado a nadie que valiera la pena en una ciudad tan grande como Medellín, no lo encontraría en un pequeño pueblo conservador que seguro veía la homosexualidad como una aberración de la naturaleza, aunque en pleno dos mil veintidós la consciencia ya había cambiado, aun sobraban los pocos subdesarrollados, y los pueblos viejos eran la cuna de la homofobia, sobre todo con las costumbres tan arraigadas a la heteronormatividad que estos poseían.

La escalera frenó de nuevo, esta vez con más delicadeza, y su mundo pareció derrumbarse cuando un colchón de espuma, de unos dos metros por dos metros, se interpuso en su campo de visión. Maldijo mentalmente de todas las maneras y en todos los idiomas que conocía mientras trataba de buscar el pequeño cartón, ya que el calor escocia de nuevo. ¿cómo subían un colchón entre los pasajeros? La escalera arrancó de nuevo, y dejando el caserío atrás, cruzó el puente que separaba los departamentos de Caldas y Antioquia, y logró divisar con un ápice de melancolía el rio de aguas cristalinas que se extendía bajo él.

Media hora más adelante, el olor fuerte del hombre, la estreches de haber casi ocho pasajeros en una sola banca y el hedor del perro que babeaba mientras lo miraba fijamente, lo traían mareado. Trató de respirar por la boca, como le enseñó su madre cuando se mareaba en Medellín, pero allá las cosas eran muy diferentes, pues sólo se mareaba cuando viajaba en taxi, y sí que viajaba poco en taxi, y en el metro ¿quién se marea en el metro?

La cabeza le daba vueltas, y el estómago tenía una pelea a muerte consigo mismo, las personas parecían ondear al ritmo de una tonada que le parecía diabólica y maligna, y lo peor, él estaba inmerso en esa colada de personas que se meneaban al ritmo de los huecos en la carretera, de los baches y las piedras. Se apretó la cabeza tratando de disminuir el malestar que le provocaba náuseas. Después, trató de encontrar algún resquicio por dónde se colara el aire, o al menos para tratar de mirar hacia afuera. Pero no encontró nada, por los pequeños huecos entre las cargas y las personas logró ver el rastrojo pasar fugaz, y sintió solo el calor sofocante y los olores fuertes.

Después de un rato más de tortura, sintió como trepaba por su estómago, como cual araña que se esconde tras un cuadro, y lo único que logro atinar a hacer, fue mirar al hombre de al lado y preguntar:

—¿No tendrá por ahí usted una bolsa?

Para luego, sin dar tiempo a nadie, vaciar todo el contenido de su estómago en el piso. El perro comenzó a latir, la niña a llorar, y Gabriel no tuvo más remedio que apretarse el estómago y seguir vomitando.

§ö§

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