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Mi esposo millonario: Felices para siempre
El arrepentimiento de mi exesposo
Novia del Señor Millonario
No me dejes, mi pareja
Extraño, cásate con mi mamá
Diamante disfrazado: Ahora mírame brillar
Destinada a mi gran cuñado
Renacida: me casé con el enemigo de mi ex-marido
El dulce premio del caudillo
LA CASA AL FINAL DEL EMPEDRADO
Una herida en el corazón
Alberto Waldemar
DISEÑO DE PORTADA: Matisse Studio https://pixabay.com/es/
D.R. LA CASA AL FINAL DEL EMPEDRADO Todos los derechos reservados. © 2019 Alberto Waldemar
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Capítulo 1
Corría el año de 1911. Entre polvo, relinchidos de caballos, gritos, lamentos y un olor a pólvora en el ambiente, había estallado ya la revolución; y en varias partes de México la población se había levantado en armas.
En el pueblo de San Isidro, a las afueras del estado de Puebla, un hombre era cliente asiduo desde hacía poco más de un año de la vieja cantina El Quelite, propiedad de su cantinero el gordo José Ramón Sigala. Cierta noche, éste sintió algo de pena al ver llegar a aquel desdichado hombre que quería mitigar su dolor ahogándose en vino. Esa vez, él había llegado dos horas antes de lo habitual. El cantinero casi podía asegurar que lo que ese hombre traía era un mal de amores, de esos que se meten muy hondo y nadie puede sacar.
—¿Lo mismo de siempre mi lic?— preguntó el cantinero al verlo sentarse a la barra.
—Por favor gordo.
— No debería beber tanto mi licenciao — dijo al traerle el vaso y la botella.
—Yo sé mi cuento gordo.
—Ya lleva un año viniendo todas las noches hasta que vienen por uste y...
—¡Y esta vez será diferente gordo! ¡Me voy a largar de este pueblo!
—Pero ¿cómo? ¿se va a ir uste?
—Aquí no tengo ya nada... Estuve esperando a que ella regresara pero no fue así... Así que he decidido ir yo a buscarla.
—Pero ¿a quién y a dónde?
—Ya no puedo más gordo. Mira lo que soy, lo que queda de mí — dijo el hombre comenzando a beber.
—Pero mi licenciao uste es un hombre fino, con una buena vida; no es para que visite este tipo de lugares. Váyase lejos de esta cochina revolución que no ha traído nada bueno.
—¡Si me voy! ¡Pero porque me duele aquí! — dijo el hombre señalando su corazón — ¡Es una pena que traigo aquí dentrito y no me la puedo sacar!
—Ya sabía yo que era una pena de amores lo que uste traiba.
—Ya que no pude olvidarla... me voy a seguirla.
—Pero entonces y su...
—¡Shhh! No lo digas gordo... — dijo sereno bebiendo otro sorbo de vino.
—¿Mi licenciao no estará uste siguiendo un recuerdo? ¿Un fantasma puesn?
—No es así... ella me sigue a mí. Su sombra me sigue por todos lados con obstinación... Por eso me he tirado a la borrachera y a la perdición. Beber es lo único que hago para olvidarla pero...
—Queriendo olvidarla termina peor mi lic... Y se puede saber ¿quién es la causante de todo su mal?
—Todo empezó hace poco más de un año...
El joven J. Arizmendi y su amigo, el altivo y vanidoso abogado Vidal Rentería, estaban reunidos en un café en la ciudad de México; hablaban emocionados sobre un viaje al estado de Puebla. Se trataba de una reunión que tendrían con el presidente de la república; por aquel entonces, don Porfirio Díaz. El joven y apuesto J. Arizmendi, a sus 25 años se había vuelto uno de los secretarios personales e imprescindibles del presidente; y por lo mismo quería deslumbrarlo dando una gran recepción en dicho lugar, donde su amigo íntimo Vidal —le hizo creer que poseía una propiedad, una vieja casona—. Ambos se pusieron de acuerdo en esa cafetería casi un mes antes del evento, para así prepararlo todo.
Tiempo después de aquella reunión y ya en Puebla, Vidal pidió informes en todo San Isidro durante varios días sobre una buena servidumbre. Fue así como dio con el nombre de una excelente ama de llaves. Y que aunque era casi una niña, poseía gran experiencia y sobretodo conocía a la perfección la casona al final del empedrado en la calle catorce. El hombre desconocía la historia que había entre la jovencita que buscaba y dicha casona. Ella conocía bien el lugar ya que trabajó en esa propiedad por años, de hecho allí había nacido. Su madre al morir, le heredó a ella con tan sólo nueve años de edad, su puesto y todas sus responsabilidades. Todo lo que la joven sabía de su trabajo, lo había aprendido de su madre. Pero varios años después, cuando los dueños pusieron a la venta la propiedad, ella terminó sin empleo.
Después de obtener el santo y seña del lugar donde encontrar como cada mañana a la joven, Vidal se dispuso a esperar a que ella terminara sus diligencias al interior de la tienda de abarrotes. Y ya que era la única mujer en el negocio, desde su carruaje la pudo observar al salir del lugar, cargando una cesta con pan, manzanas y una botella de leche.
La señorita que ahora trabajaba cuidando a doña Adolfa Pons —una adinerada anciana que vivía en el centro del pueblo—, había salido a hacer las compras diarias para el desayuno.
Vidal parecía haberse enamorado al instante, justo después de mirar el rostro inocente, los bellos ojos cafés claro y la tierna sonrisa de la muchacha. Pero en ese momento no comprendió lo que estaba sintiendo y permaneció inmóvil; como reprochándose ese sentimiento. Pero luego al sentir un arrebato en su pecho, descendió del carruaje y decidió ir tras ella.
— ¡Disculpe! — le dijo sin poderla alcanzar en medio de la calle.
Ella temerosa y desconfiada, intentó apretar el paso indiferente.
En eso Vidal dándole alcance la tomó del brazo haciéndola girar hacia él; mientras un par de manzanas iban a dar al suelo.
—Disculpe ¿es usted Alameda Gómez? — preguntó sintiéndose hipnotizado e intrigado por la belleza de la mujer.
Ella al mirarlo de frente, se sintió indefensa; y a la vez su corazón latió emocionado al verlo de sorpresa.
Fue un cruce de miradas muy intenso para ambos. Era como si el tiempo transcurriera lento, y sus almas se hubiesen reencontrado después de mucho buscarse. Aunque los dos no se habían siquiera visto antes de ese día.
—Le hice una pregunta — reiteró Vidal serio.
Ella por una extraña razón no podía emitir palabra alguna.
—¿Es... muda acaso? — preguntó algo intrigado.
En eso ella liberándose de él, lo abofeteó.