Mi nombre es Emily Hutton. Lo sé, lo sé, un apellido un tanto extraño, pero ¿Qué podía hacer? Nuestros antepasados lo llevaban consigo desde épocas antiguas. Mi padre era un hombre honorable, el alcalde del pueblo en el que vivía, "Esperanza" así se llamaba, ni idea de en qué siglo le pusieron ese nombre, tal vez ocurrió algo en el pasado que impactó lo suficiente o hubo una esperanza por la cuál lucharon, no sabía.
Tenía que dejar la manía de inventarme cosas, tampoco tenía una computadora o Internet para siquiera investigar, no habían cybers ni nada parecido que me ayudara, solo libros viejos, ninguno tenía información sobre el pasado de pueblo Esperanza.
Sin más que decir sobre ello, a parte de que mis padres eran los presidentes, alcaldes, como le quieran llamar, la mayoría de mis conocidos me decían Emy por cariño, en teoría; los vecinos. Mi trabajo allí consistía en cuidar un huerto todos los días, no me pagaban nada porque éramos de bajos recursos, pero de ahí venía la comida saludable mayormente, no pasábamos hambre gracias a los cultivos y animales.
Teníamos vacas, gallinas, cochinos, etc, ya otra persona se encargaba de cuidarlos en el establo. La verdad no tenía ni idea de cómo ordeñar una vaca, aún no me habían enseñado. A cada ciudadano se le asignaba una tarea que ayudara al pueblo, en total éramos treinta habitantes, incluyéndome, la mayoría me conocía y se llevaba bien conmigo, excepto una chica a la que le desagradé desde pequeñas por razones que desconocía.
Mi hogar era una casa común, se podía decir que casi estaba hecha de barro, aluminios, con algunas zonas ajustadas con concreto para que no sufriera con las tormentas porque eran normales las fuertes lluvias, sobre todo en épocas de invierno. Todas las demás casas eran iguales a la mía, solo porque mis padres eran los alcaldes no quería decir que tuviera una mejor vida, había igualdad.
Eran acogedoras y poco espaciosas. Y cuando decía poco espaciosas era en sentido literal, mi habitación era un cuarto en donde estaba la cama y una mesita de noche, con un mínimo espacio vacío para poder caminar dentro de ella, pero si le metían otra cama o algo por el estilo, no habría espacio, también poseía una ventana y unos pósters que logré conseguir hace mucho tiempo, años más bien, estaban desgastados.
Ah, teníamos una escuela, consistía en una sola clase en la cual estudiaban todos los niños y adolescentes del pueblo, la profesora se llamaba Fiona, una mujer bastante amable con una disposición las veinticuatro horas del día, ya soné exagerada, pero algo así, era muy atenta, todos en el pueblo la adoraban, no era una persona con enemigos, desde mi punto de vista. La escuela estaba ubicada cerca del huerto y era una habitación, pues solo habían unos diez estudiantes más o menos.
Por otro lado, mi padre me avisó el día anterior que venían unos chicos adinerados a los que tenía que enseñarles el valorar lo que tienen, obvio estaba desconcertada y angustiada porque no entendía cómo iba a lograr cambiar la mentalidad de unos niños mimados, hijos de papi. Lo peor era que solo tenía diesisiete años.
A veces ni me sabía cuidar a mí misma como para estar cuidando a otros.
Suspiré, sería algo difícil, pero si era por el bien del pueblo, lo haría, según mi padre, nos pagarían una fortuna si hacía bien el trabajo y el dinero serviría para tener una mejor vida, para mejorar las instalaciones del pueblo, consiguiendo que cada ciudadano puediera tener una mejor calidad de vida.
—Emy, buenos días —saludó mamá entrando a mi habitación.
Caminó justo por el espacio vacío hasta acercarse a mí. Yo estaba acostada, pensando en todo, pero en cuanto la vi entrar, me estiré y levanté mi flácido cuerpo para sentarme, regalándole una sonrisa. Ella se sentó a un costado de la cama, cerca de mí.
—Buenos días ¿Está listo el desayuno? ¿Te ayudo en algo? —contesté, con el entusiasmo que me caracterizaba.
En lo que podía, me gustaba ayudar en los quehaceres del hogar, así como también a las demás personas, si necesitaban algo yo lo hacía con gusto, ya sea ayuda en trabajos o en cualquier cosa. Excepto dando consejos, era la peor para eso.
—No te preocupes, ya está listo. Quería avisarte que los tres chicos vendrán hoy en la tarde —informó con una sonrisa amable, me daba paz verla así.
Ella era una mujer de casi cuarenta años, piel pálida como la nieve, llena de pecas, así como yo, fui una copia exacta de ella, exceptuando mi cabello naranja que nadie sabía de dónde salió, porque mamá era castaña y papá también, sus ojos azules estaban entre cerrados, mirándome con ternura en su expresión, ella me amaba, estaba segura de eso.
Alto, ¿dijo tres chicos? ¡¿Hoy?! Aún no había preparado nada, ni siquiera había conseguido un cuaderno o pizarra para enseñarles cosas básicas del pueblo, nada. Mis ojos se abrieron más de lo común, ella notó mi expresión de asombro y preocupación al mismo tiempo, mis latidos empezaron a acelerarse por obvias razones, nunca había convivido con tantos chicos al mismo tiempo, me daba cierto pánico.
Colocó una mano en mi hombro, de manera que me transmitió tranquilidad, mamá era como una super heroina para mí, lograba calmarme con el simple hecho de abrazarme, tocarme y decirme: shhh, todo estará bien. Ella tenía ese super poder, no solo en mí, también en otras persona, era como si su voz fuera la de un ángel.
La miré, porque sabía que ella confiaba en mí, todos confiaban en mí, por primera vez se me encargó hacer algo sumamente importante, no planeaba fallarles. El solo tacto de su mano y sus ojos brillosos, me dieron la suficiente calidez que necesitaba para motivarme.
—Prometo esforzarme —hablé decidida en ayudar, formando un puño con mis manos.
—Sé que lo lograrás, confiamos en ti —respondió con ánimos en su tono.
Asentí, orgullosa de tener una buena madre. Empecé a pensar en las cosas que les enseñaría. Primero; lo básico, debían aprender a dormir en cualquier lugar, no solo en sus habitaciones de lujo, porque si tenían muchísimo dinero era obvio que sus comodidades eran inmensas. También deberían aprender a comer lo que haya en la nevera... No lo que ellos quieran. Iba a ser difícil, para ellos y para mí.
Cambiar su estilo de vida de un día para otro, era algo impactante, me sentía un poco mal por sus pobres almas al pensar en eso. Haría lo que pueda.
Mamá me invitó a desayunar, decía que papá ya estaba esperándonos en la mesa. Salimos con ese objetivo en mente, me preguntaba qué sería el desayuno, más bien, me sorprendía que hubiese desayuno, aunque; estábamos en temporada de cosechas, eso significaba neveras llenas. Miré de reojo, estaba servido en la mesa.
Huevos revueltos con salsa de tomate casera, ¿las gallinas ya habían puesto? Me emocioné, al fin cambió el menú y no era solo frutas o verduras.
—Buenos días Emy —una voz masculina me obligó a mirarlo.
Era papá, estaba escribiendo en unos papeles mientras comía, un hombre delgado, muy delgado y es que; ¿Quién no era flaco en el pueblo? Más bien, era muy extraño que alguien estuviera gordo. Detallé que llevaba puesto sus lentes, quería regalarle unos nuevos pero no lograba conseguir ni un centavo, los suyos estaban medio rotos, amarrados con alambres para que las patas no se soltaran y pudiera usarlos, el vidrio de un ojo estaba agrietado, pero decía que podía ver las letras. Por otro lado, papá ya casi no tenía mucho cabello, se notaba su calvicie, él tenía cuarenta y cinco años.
—Buenos días —alegué.
Me senté para empezar a comer, mi madre me siguió e hizo lo mismo. La mesa era de madera vieja, hecha de esos árboles que llevaban como siglos de vida, la mayoría de los muebles fueron fabricados por un artesano del pueblo, que había muerto hace meses, pobre señor que casi llegó a los cien años de vida, en paz descanse.
Nadie habló durante el desayuno, provocando un silencio, no incómodo, más bien agradable, como normalmente sucedía, a veces papá hablaba con mamá sobre asuntos políticos que tenían con la ciudad, normalmente vendían productos frescos allá, así conseguían algo de dinero para reparar las cosas en el pueblo.
Me levanté y recojí los platos para lavarlos, los tres chicos que tenía que educar volvieron a mi mente al ver el chorro de agua salir del grifo.
¿Cómo serían? No estaba segura de cómo me tratarían, mal, obviamente, nadie quería tener a una chica de niñera, mucho menos si eras millonario. Aunque, una curva se formó en mi boca, sonriendo con malicia, la superior sería yo, no mamá, no papá, no ellos. Así que debían hacer lo que yo dijera sin excepción ¿No? Después de todo yo sería su tutora. No es que me creyera la reina, es solo que me preocupaban sus actitudes, preferiría mantenerlos controlados, si era posible. Capaz ni prestarían atención a lo que diga.
En unas horas lo iba a saber.
Mientras tanto, tenía que regar las plantas, me despedí de mis padres y les avisé lo que haría. Al salir de la casa me encontré con el señor Mario, un buen amigo de mi padre, lo saludé con la mano antes de seguir mi camino. Habían dos niños jugando cerca del huerto, por lo que no pude evitar que una sonrisa por la ternura se formara en mis labios.
Hasta que visualicé que Brisa se dirigía hacia mí, ella era la chica que me odiaba, por más que le preguntara la razón, nunca me daba respuesta. Su corto cabello negro se movía por el viento, parecía una de esas típicas chicas populares del instituto, las que normalmente eran rubias, pero ella era pelinegra, al igual que sus ojos, como si estuviera hecha de maldad o algo así, transmitía esa sensación intimidante y de que te podía asesinar con la mirada. .
Eramos del mismo tamaño, misma edad. Como ya mencioné, desde pequeña me ha odiado, pero eso no evitó que la siguiera tratando con amabilidad, sin importar lo mierda que fuera, igual no le podía caer bien a todo el mundo. Su mirada de desprecio no se apartó de mis ojos, estaba de brazos cruzados, con la nariz fruncida como si estuviera irritada por mi presencia.
—Dile a tu padre que no nos llegaron los tomates —ordenó señalando mi hogar.
—Voy hacia el huerto, tus tomates deberían de estar ahí. Si quieres puedes venir conmigo a buscarlos —sugerí sin dejar de mirarla. Hizo un sonido de: ash.
—Recogelos y llevalos a mi casa, es tu deber por el retraso —dijo para marcharse a gran velocidad en su andar, cabía resaltar que caminaba como una modelo.
Siempre estaba de malhumor. No pensé más en ella y llegué al huerto para empezar a regar planta por planta. Un sombrero de paja cubría mi largo cabello naranja, era la única en el pueblo con ese raro color, como una abominación, pero a nadie le molestaba que fuera diferente, excepto a Brisa, tal vez de ahí venía su odio. Eran suposiciones mías.