La noticia de que mi pequeña Camila, mi orgullo, había sido nombrada la Mejor Estudiante de México, debería haber sido el momento más feliz de nuestras vidas.
Pero Sofía, mi esposa, la miró, no con alegría, sino con una frialdad que heló mi sangre, murmurando: "Justo ahora, justo antes de los exámenes de Isabella".
De repente, la celebración se transformó en una pesadilla cuando mi esposa nos arrastró al sótano.
Abrió la pesada puerta de la cámara frigorífica, a -20 grados Celsius, para Camila, y luego la del sauna, a 60 grados, para mí.
Nos encarceló, diciéndome: "Tú te sentarás aquí y verás. Verás lo que se siente cuando alguien que amas sufre".
Con una calma que aterraba, Sofía nos abandonó, y escuché el sonido metálico de los cerrojos.
Atrapados, separados por un cristal que ya empezaba a empañarse, la vida de mi hija se desvanecía.
"¡Sofía, por el amor de Dios, abre la puerta! ¡Esto es una locura!", grité, golpeando el cristal.
Ella, impasible, respondió: "Es justicia, Ricardo. Justicia para Isabella".
La acusación de que Camila humillaba a su hermana lisiada era tan absurda que me quedé sin palabras.