El sol se deslizaba lentamente hacia el horizonte, pintando el cielo con tonos de naranja y rosado. Las calles del barrio bullían con los sonidos habituales: niños jugando, el silbido de un vendedor ambulante y el ladrido ocasional de un perro. Pero en la esquina más apartada, justo donde el barrio se perdía en un terreno baldío, había un viejo árbol de mango. Allí, dos figuras se encontraban sentadas bajo su sombra.
Martín, con quince años recién cumplidos, descansaba la cabeza contra el tronco rugoso del árbol. Su cabello desordenado y su camisa un poco grande le daban un aire despreocupado que contrastaba con la seriedad de sus pensamientos. A su lado estaba Ana, de trece años, con los pies descalzos y un vestido que le quedaba un poco corto, fruto del estirón que había dado ese año.
-¿Qué crees que hay más allá? -preguntó ella de repente, rompiendo el silencio que habían compartido por varios minutos.
Martín levantó la mirada del libro que tenía en las manos. Le gustaba leer bajo ese árbol, aunque pocas veces entendía completamente las historias.
-¿Más allá de qué? -preguntó, parpadeando como si volviera de un lugar lejano.
-Del barrio. Más allá de las casas, de la calle principal... ¿Cómo será? -Ana se abrazó las rodillas y miró al horizonte, donde el terreno baldío parecía tocar el cielo.
Martín pensó por un momento.
-Debe ser como los libros. Lleno de cosas nuevas, de lugares que ni imaginamos.
Ana soltó una risa suave.
-Tú siempre con tus libros. Yo creo que debe ser diferente, como... más grande, más ruidoso.
Martín sonrió, pero no dijo nada. Le gustaba escucharla hablar, incluso si a veces no sabía cómo responder.
El viento movió las hojas del árbol, dejando caer uno de los mangos maduros que todavía colgaban de las ramas. Rodó hasta detenerse cerca de Ana, quien lo recogió con cuidado.
-¿Sabes? -dijo mientras examinaba el mango entre sus manos-. A veces siento que este árbol sabe más de nosotros que nosotros mismos.
Martín levantó una ceja, divertido.
-¿El árbol? ¿Qué podría saber?
-Todo. Sabe que venimos aquí cuando estamos tristes o cuando queremos escapar de casa. Que siempre peleamos por quién se queda con los mangos más dulces. Y sabe que... -Ana se detuvo, como si estuviera pensando si debía decir lo que pasaba por su mente.
-¿Que qué? -insistió Martín, inclinándose hacia ella.
Ana lo miró directamente a los ojos, algo que no hacía muy a menudo.
-Que tú te vas a ir algún día, y yo me voy a quedar aquí.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire como una hoja que cae lentamente. Martín frunció el ceño, sorprendido.
-¿Por qué dices eso? -preguntó, su tono más serio de lo habitual.
Ana desvió la mirada, volviendo a centrarse en el mango.
-Porque lo sé. Siempre hablas de lugares lejanos, de cosas que quieres hacer. Y yo... yo no sé si tengo algo que me haga especial como para salir de aquí.
Martín dejó su libro a un lado y se sentó frente a ella, cruzando las piernas.
-Eso no es cierto, Ana. Tú eres más especial que cualquiera que conozca.
Ella se rió, pero su risa fue amarga.
-Eso dices porque somos amigos.
-No, lo digo porque es verdad. Eres lista, eres valiente, y... -Martín dudó por un instante antes de continuar-, y haces que todo sea más fácil cuando estoy contigo.
Ana levantó la mirada, sorprendida. Martín rara vez decía cosas como esa.
-¿De verdad crees eso? -preguntó en un susurro.
Él asintió con firmeza.
-Claro que sí.
El silencio volvió a envolverlos, pero esta vez no era incómodo. Era como si algo invisible y profundo hubiera pasado entre ellos.
Después de un rato, Martín se levantó y extendió una mano hacia Ana.
-Ven, quiero mostrarte algo.