El viento helado de la madrugada silbaba entre los edificios viejos del barrio donde Natalia había crecido. Las calles estaban húmedas por la reciente lluvia, reflejando las luces mortecinas de los postes. A pesar del frío que se filtraba en sus huesos, ella caminaba con pasos decididos, sujetando la pequeña bolsa de compras contra su pecho. La vida nunca había sido fácil, pero ya estaba acostumbrada.
Desde que tenía memoria, su mundo había sido aquel diminuto apartamento en las afueras de la ciudad, donde su madre adoptiva, doña Rosario, la había criado con lo poco que tenía. Nunca hubo lujos ni comodidades, pero tampoco faltaron el amor y las enseñanzas. Rosario le inculcó valores, le enseñó a luchar y a valerse por sí misma. Sin embargo, a sus 23 años, Natalia sentía que la vida aún le debía algo.
Trabajaba en una cafetería, un sitio modesto donde pasaba horas sirviendo café y atendiendo clientes con su mejor sonrisa. No era el empleo de sus sueños, pero le permitía sobrevivir y ayudar a Rosario, quien cada día se veía más frágil.
Esa noche, al llegar a casa, encontró a la anciana sentada en el viejo sillón de la sala, con una carta entre las manos temblorosas y una expresión que mezclaba angustia y culpa.
-Mi niña... -susurró Rosario, mirándola con los ojos cargados de emoción.
Natalia frunció el ceño, dejó las compras sobre la mesa y se acercó.
-¿Qué pasa, mamá? ¿Te sientes mal?
La anciana negó con la cabeza y le extendió la carta.
-Es hora de que conozcas la verdad.
El corazón de Natalia latió con fuerza. Se sentó a su lado y tomó la carta con dedos temblorosos. Su mirada recorrió las palabras escritas con tinta ya desvaída.
"Natalia, si estás leyendo esto, significa que Rosario ha decidido contarte lo que he guardado todos estos años. No sé cómo empezar ni cómo enfrentar la culpa que me consume, pero la verdad es esta: no eres mi hija biológica. Te encontré cuando eras solo una bebé, abandonada en la orilla del río después de un secuestro que salió mal. Creí que habías sido dejada para morir, pero eras fuerte. Te llevé conmigo, te crié como mía y nunca tuve el valor de decirte la verdad. Tu verdadero padre es Esteban Montalvo."
Las letras comenzaron a volverse borrosas ante la incredulidad de Natalia.
-¿Qué... qué significa esto? -murmuró, sintiendo su respiración entrecortarse.
Rosario le tomó las manos con fuerza.
-Significa que toda tu vida te han mentido, hija.
El nombre de Esteban Montalvo no era desconocido para ella. Todos en la ciudad sabían quién era: el magnate más poderoso del país, dueño de un imperio que abarcaba desde hoteles de lujo hasta compañías petroleras. Un hombre cuya riqueza parecía no tener límites.