SAMARA
Despiadado. Sin complejos. Despiadado.
Esas son solo algunas cosas que he oído sobre Victor Clark . También he oído que es guapísimo, pero supongo que no importa. Al menos no debería importar, porque no es como si fuéramos a salir. Trabajaremos juntos, y la atracción por tu jefe no es algo que deba mencionarse. Son estas otras cosas las que me preocupan. El trabajo no es ideal, pero servirá hasta que me licencié en negocios judiciales .
La vista del enorme edificio me hace sentir mariposas en el estómago mientras estoy afuera, mirando las ventanas del último piso. Tengo las palmas de las manos húmedas. Sigo a una pequeña multitud que entra en el edificio, con la esperanza de integrarme.
-Disculpe, señorita , dice una voz detrás de mí.
Me sobresalto un poco antes de girarme lentamente y ver a un hombre de pie con un portapapeles. Lleva pantalones caqui, camisa blanca y zapatos negros. Un aspecto casi uniformado, y no estoy seguro de si sirve para mimetizarse o para destacar.
-¿Sí? pregunto nerviosamente.
-¿A quién vienes a ver?, pregunta con el bolígrafo sobre el portapapeles, intentando parecer más ocupado de lo que está. No funciona.
-Yo, eh... este es mi primer día , digo carraspeando. Esto definitivamente no está saliendo como lo imaginaba.
Él no dice nada al respecto. -¿Me puede mostrar su identificación, por favor?
Le entrego mi licencia de conducir con la palma húmeda. La mira y me la devuelve. -El nuevo asistente , dice con una risita inesperada. -Mucha suerte, eres el cuarto este mes.
-¿Cuatro?, jadeo, pensando que debe estar bromeando. O debo haberme equivocado de fecha porque creo que solo es el seis.
-No, en serio , me asegura. -Ya han renunciado otras tres chicas. Luego añade en voz más baja, como si temiera que alguien lo oyera: -Parece que no les cae muy bien su jefe .
Despiadado. Sin complejos. Despiadado.
Las palabras me vienen a la mente una vez más. Es decir, ¿a quién le gustaría trabajar para un hombre así? Me estremezco al pensarlo.
-Bueno... los mendigos no pueden elegir , me encojo de hombros con un torpe intento de bromear. Por suerte, sonríe. -Me acabo de mudar a un apartamento nuevo, y, ya sabes, a mi casero hay que pagarle con dinero de verdad, no con piedrecitas, que por cierto tengo un montón.
Esta vez, se ríe a carcajadas. -Quizás dures más que los demás, ¿quién sabe? ¡Mucha suerte!. Luego añade, un poco vacilante, mientras me deja sola en el vestíbulo: -La necesitarás.
Saludo con gratitud y subo las escaleras, donde me siento en la recepción, dando vueltas nerviosamente a mi collar en el dedo índice mientras espero a que alguien venga a recogerme. Me tiemblan las piernas mientras permanezco sentada durante lo que parece una eternidad. Finalmente, después de otros veinte minutos, oigo un fuerte aplauso frente a mí y me pongo de pie de un salto, sintiéndome como un soldado listo para una batalla inexistente.
Mirando alrededor de la oficina, veo a un hombre caminando hacia mí, vestido con un traje negro y con el ceño fruncido. Tiene unos penetrantes ojos azules que me atraviesan. Ni siquiera estoy segura de que me vea al principio. Al llegar a la recepción, intenta sonreír amablemente. Lo logra, aunque algo me dice que no hay nada de cariño en ello. Es solo una formalidad. Me hace un gesto para que lo siga. Hago lo que me indica y lo sigo a una gran oficina.
Me lleva a un gran escritorio de madera contra la pared. Hay dos sillas al lado, ambas vacías. Se sienta y hojea unos papeles en su escritorio.
-¿Nombre?, pregunta. Su voz es profunda y masculina. Me toma por sorpresa.
-Samara Jimenes , digo, respirando profundamente, queriendo mirarlo, pero al mismo tiempo, con miedo de hacerlo.
-¿Bronxville?, pregunta, sin aclarar nada, casi como si las palabras costaran dinero y no quisiera gastar más de lo necesario.
-Sí, Bronxville, respondo.
Entrecierra un poco los ojos y se inclina hacia delante, apoyando los codos en la mesa. Obviamente cometí un error. Me siento como una pequeña ameba bajo el microscopio de su mirada.
-¿Por qué te fuiste de Bronxville?, aclara con voz monótona y sin emoción.