«–Hasta el fondo.»
Esas habían sido las palabras mágicas de mi amiga, las que me habían llevado a beberme cinco rondas de tequila sin pensarlo dos veces. Ahora, el mundo daba vueltas, mis piernas tambaleaban y cualquier cosa me provocaba un ataque de risa incontrolable. Estaba eufórica, atrevida y con una absurda sensación de invencibilidad.
–¿Y qué haremos ahora? –preguntó Tom mientras salíamos del bar.
La madrugada estaba fría y desierta, perfecta para que hiciéramos alguna locura.
–Tengo una idea –dijo Ray con una sonrisa traviesa–. Hay una empresa enorme a unas cuadras de aquí. ¿No les da curiosidad ver cómo es por dentro?
–¿Estás sugiriendo que entremos sin permiso? –chillé con emoción más que con miedo–. Si nos atrapan, estamos acabados.
–Eso lo hace aún más interesante –comentó Ween, encogiéndose de hombros.
–¡Hagámoslo!
El estacionamiento del edificio estaba envuelto en sombras, apenas iluminado por algunas luces tenues. Caminamos con sigilo, conteniendo la respiración, aunque yo no lograba reprimir las risitas que el alcohol me provocaba.
Al llegar, encontramos un ascensor en la zona de carga. Estaba apagado, pero eso no nos detuvo. Tom se agachó frente al panel de control, sacó un pequeño juego de herramientas (¿cuándo había sacado eso?) y comenzó a unir y cortar cables con la seguridad de alguien que había hecho esto más veces de las que admitiría. Un chispazo, un par de segundos y... ¡bingo! Las puertas se abrieron con un sonido metálico.
–Eres un maldito genio –susurré, soltando una carcajada.
Nos metimos y presionamos el botón del último piso. El ascensor se movió en un suave zumbido y, cuando las puertas se abrieron, nos encontramos en el piso 40, rodeados de oficinas elegantes y vacías.
Verificamos que no hubiera nadie. Todo estaba en completo silencio. Entonces, sin más, salimos corriendo como niños en una tienda de dulces, explorando cada despacho y abriendo cajones sin motivo aparente.
–¡Anel, mira esto! –exclamó Ween desde una de las oficinas.
Sin pensarlo dos veces, salí corriendo por el largo pasillo hasta donde me esperaba mi amiga. La oficina a la que había llegado era diferente a todas las que habíamos revisado antes. Era enorme, con estanterías repletas de libros y un escritorio de metal y cristal que parecía demasiado grande para una sola persona. Todo estaba perfectamente ordenado: el portátil cerrado con precisión, los bolígrafos alineados, los documentos apilados con meticulosa simetría. Incluso los portafolios negros estaban organizados alfabéticamente.
Pero lo que más llamó mi atención fue la silla giratoria de cuero negro. Me acerqué y pasé la mano por la superficie rugosa. Algo en mí me impulsó a sentarme. Al hacerlo, me sentí poderosa, importante. En mi embriaguez, imaginé por un momento una versión de mí misma que dirigía una empresa desde una oficina como esta, tomando decisiones que cambiarían el mundo.
Pero esas cosas no pasan en la vida real. La gente como yo no nació para lugares como este. Nacimos para emborracharnos en bares baratos, hundiéndonos en problemas, deudas y recuerdos imposibles de olvidar.
–Pero miren nada más –la voz de Tom interrumpió mis pensamientos. Entró con una sonrisa burlona–. ¡Si es la señora Anel Cross! –Hizo una exagerada reverencia, lo que me provocó un ataque de risa.
En ese momento noté un portafolio abierto sobre el escritorio. Dentro había un contrato, pero la letra era tan pequeña que, entre la oscuridad y el alcohol, no podía leerlo bien. Parecía incompleto, como si alguien lo hubiera dejado a medias.
–Justo aquí está su contrato, señor –dije, siguiéndole el juego a Tom–. ¿Debería firmarlo?
Sonreí con malicia y apoyé la mano en el mentón, fingiendo estar pensativa. La expresión dramática de Tom me hizo reír aún más.
Sin pensarlo demasiado, tomé un bolígrafo del portalápices, lo destapé lentamente y, sin apartar la mirada de mi amigo, deslicé la punta sobre la línea de firma.