El frío de noviembre calaba los huesos en aquel hospital de campaña ubicado en el sur de Inglaterra. Afuera, el sonido de los motores de los aviones rugía en el cielo, marcando el inicio de otro bombardeo en la ciudad. El personal médico apenas tenía tiempo para respirar, corriendo de un lado a otro para atender a los soldados que llegaban heridos desde el frente. La guerra no daba tregua.
Entre las enfermeras que recorrían los pasillos iluminados por lámparas de queroseno estaba Elena Martínez, una joven española que había llegado a Inglaterra como voluntaria de la Cruz Roja. Su madre, inglesa de nacimiento, le había enseñado el idioma, lo que le permitió integrarse sin dificultad en el hospital militar. Desde hacía meses, su vida se resumía a largas jornadas, el olor metálico de la sangre y el incesante dolor reflejado en los ojos de los soldados que atendía.
Aquella noche, el caos en la sala de operaciones había sido devastador. Muchos no sobrevivieron, y los que lo hicieron necesitarían días, quizás semanas, para recuperarse. Exhausta, Elena se permitió unos minutos de descanso en una pequeña sala donde solía tomar té con sus compañeras cuando el tiempo lo permitía. Se dejó caer en una silla de madera, frotándose las sienes en un intento por aliviar el dolor de cabeza.
-Día difícil, ¿verdad? -preguntó una voz a su lado.
Era Margaret O'Connor, una de las enfermeras con más experiencia en el hospital. A pesar del cansancio reflejado en su rostro, sonrió con dulzura mientras le extendía una taza de té caliente.
-Como todos los días -respondió Elena, suspirando.
Margaret bebió un sorbo de su té antes de volver a hablar.
-¿Has oído hablar de los programas de correspondencia con los soldados en el frente?
Elena levantó la mirada, curiosa.
-¿Cartas?
-Sí, es un programa que han iniciado hace poco. Se supone que las enfermeras pueden escribirles a los soldados que están combatiendo. A algunos les da fuerzas para seguir adelante, saber que alguien los recuerda... aunque sea una desconocida.
Elena dejó la taza sobre la mesa y cruzó los brazos, pensativa.
-¿Y qué se supone que debemos escribir?
-Cualquier cosa que los distraiga de la guerra. Puedes contarles sobre la vida en el hospital, sobre el clima o incluso sobre cosas triviales. Lo importante es que sepan que alguien piensa en ellos.
La idea no le resultaba extraña. Sabía que muchos soldados escribían cartas a sus familias, aunque nunca estuvieran seguros de que sus mensajes llegarían a destino. Sin embargo, la idea de escribirle a un desconocido le parecía... peculiar.
-Podrías intentarlo -insistió Margaret con una sonrisa-. No tienes que escribir nada profundo. Solo unas pocas líneas.
Esa misma noche, tras terminar su turno, Elena se sentó en su habitación, con una pequeña lámpara iluminando el papel en blanco frente a ella. Con el lápiz entre los dedos, dudó un instante antes de comenzar a escribir.
"Estimado soldado,