Cierro la maleta y suspiro, agotada.
Me recuesto en la cama por unos minutos, colocando un brazo bajo mi cabeza y miro hacia el techo, pensando en mi país.
Venezuela, la pequeña parte del mundo con las playas más bellas, la gente más alegre y divertida, con sus increíbles paisajes, llena de color, de oro, de petróleo, de riquezas. Una nación con las mujeres más hermosas (y no lo digo yo, porque soy venezolana: lo dice el Miss Universo, ¿eh?), la comida más sabrosa, con tanto talento tratando de brillar y enaltecer el nombre de nuestro hogar.
Cualquiera pensaría que es maravilloso vivir aquí, pero el día a día te enseña a los coñazos que no lo es del todo.
La corrupción, que lleva más de 15 años, ha vuelto trizas un país con tanto futuro. Y, a pesar de ello, los venezolanos siempre buscamos seguir adelante, de embellecer nuestra tierra y demostrar que se puede ser mejor.
Aunque claro, no todos los venezolanos. Muchos se han acostumbrado a esta miseria, mejor dicho: a muchos les conviene esta miseria, porque la meritocracia , como le dice mi mamá, aquí es un concepto del cual se conoce muy poco.
Una gran parte de la población le gusta estar en la miseria, que le regalen la casa, la comida y darse uno que otro lujo sin tener que mover ni un músculo. Lo peor de todo es que no basta con que ellos quieran estar así, porque eso es peo de cada quien, el problema es que nos quieren arrastrar a todos a ese estado tan deplorable.
Y yo decidí que jamás viviría en la desgracia. Cuando me gradué del liceo no pude empezar a estudiar, así que de una me metí a trabajar en lo primero que encontré: vendiendo frutas y verduras en un abasto. Luego, decidí ser vendedora de equipos tecnológicos en el centro comercial más famoso para ello: el City Market. A pesar de ser un trabajo aburridísimo, explotador y repetitivo, logré reunir dinero para pagar mis estudios de gastronomía a mis 22 años (un poco vieja, como quien dice, pero no dejé que eso me desanimara) y ahora, cuatro años después, estoy por mudarme a México para culminar mi carrera y ser toda una chef profesional.
Observo mi boleto con destino a la Ciudad de México y sonrío, acariciando la fecha. Hoy será el día más nostálgico de mi vida, porque una parte de mí se quiere quedar y seguir luchando en su país, uno que amo con todo mi corazón, pero el otro ya no resiste tanta desdicha y en el fondo sé que yo me he matado mucho para obtener lo que merezco.
No me cabe duda de que extrañaré la sazón de mi país y a mi pequeña familia: a mi abuela y a mi maí-ta . Sin embargo, esto lo hago por ellas, para sacarlas de este país y que disfruten de su vejez como debe ser: estable y en paz.
«México, allá voy» pienso, contenta y me levanto para bajar a la sala y encontrarme con mi mamá.
—Voy a pedir un taxi por la aplicación esta. Ojalá no me roben el dinero como la otra vez —se queja, tomando su celular, pero yo la detengo y me rio.
—Deja lo hago yo, maíta. Dile a Miguel que me ayude con las maletas —le pido y ella afirma, dándole un apretón a mi mano.
Hoy es el inicio de una mejor vida y eso no lo va a empañar nadie. Mi vuelo sale en un par de horas, pero debo estar en Maiquetía en una hora y queda un poco lejos de Caracas, así que debería irme ya.
Luego de pedir el taxi, observo el boleto en mi mano y sonrío. Tal vez no sea el mejor país del mundo, pero me alegra el saber que estaré con mi prima Federica, que más que eso es como una hermana para mí.
Ella me espera en México, junto con mis tíos: Juana y Rafael. Viviré bajo su techo, máximo, hasta que me gradúe ya que planeo llegar buscando trabajo. No quiero abusar de la hospitalidad de mi familia, aunque no les sea un problema.
No quiero agarrarme del brazo cuando me están ofreciendo una mano, ya han hecho más que… pues, el imbécil de mi padre.
— ¡El taxi ya llegó, ma! —Exclamo y mi primo baja con maletas en mano, seguido de mi mamá y mi abuela Margarita—. ¿Para dónde va usted, señora?
— ¿Cómo que pa’ donde, Gabriela? ¡A despedirte al aeropuerto! Sabrá Dios cuándo te vuelva a ver —me responde, llevándose las manos a la cadera y yo no puedo evitar reírme.
—Pronto. Ya saben que apenas pueda les mando boletos, así sea para un fin de semana —le recuerdo, colocándome a su altura para darle un beso en la frente—. Y usted está delicada de salud, así que se queda.
— ¡No me vengas a joder, carajita ! Voy con ustedes, ya lo dije —refunfuña y ya cuando habla no hay quién la contradiga.
Cuando nos trepamos en el taxi, mientras Miguel y el conductor guardan el equipaje en el maletero, observo por la ventana con nostalgia. Abandonar mi casita, después de vivir 26 años en ella, dejar (temporalmente, por supuesto) a mi mamá y a mi abuela, a la sazón de la comida deliciosa y la buena vibra de la gente atrás… Dios, cómo me duele.
Estoy feliz, no lo puedo negar, pero emigrar en mi caso no es una decisión que haya tomado porque sí, sino porque ya no puedo soportar más la realidad que me rodea. Necesito escapar y extender mis alas donde sé que nadie me privará de mi libertad.
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Llaman a mi vuelo y me levanto para despedirme de mi madre. La abrazo con fuerzas y le sonrío para brindarle tranquilidad. Sé que por dentro está nerviosa por ver a su única hija emprender vuelo.
—Dios te bendiga, mija. Avísame cuando llegues y escríbeme todos los días, por favor —dice y me coloco a su altura para que bese mi frente—. Vamos a estar bien.