El blanco era un color horrible. Isobel miró su reflejo en el espejo de la cómoda y pensó que probablemente no volvería a ponérselo nunca. Para siempre le haría evocar un sentimiento de desesperación.
Comenzó a cepillarse el pelo, su larga melena oscura, casi negra, que le caía por la espalda en ligeras ondas. Sabía que, antes o después, tendría que parar de cepillárselo. Llevaba más de dos horas en el dormitorio, vistiéndose, pero en realidad esquivando lo que inevitablemente estaría sucediendo en el piso de abajo.
Alguien llamó a la puerta y su madre la empujó y entró, sonriendo. Isobel le devolvió la sonrisa. Los músculos de la mandíbula le dolían a causa del esfuerzo, pero no tenía más remedio. Se suponía que las novias debían estar radiantes. ¿Dónde se había visto una novia deprimida?
-Ya casi estoy -dijo Isobel, dándose la vuelta y oyendo el crujir de su vestido a sus pies. Las mangas le quedaban demasiado estrechas y el escote era demasiado bajo, pero no podía culpar a nadie excepto a sí misma. Su contribución a la hora de elegir el vestido había sido casi nula. Había dejado que su madre sacara el diseño de un revista sin siquiera mirarlo. Le habían tomado las medidas, se lo había probado, había dicho que sí a su madre y a la modista, y apenas se había fijado en él. Ahora se daba cuenta de que lo odiaba, pero también de que habría odiado cualquier vestido de novia-. ¿Qué tal estoy? -preguntó, levantándose, y la sonrisa de su madre se hizo más amplia.
-Preciosa, cariño -dijo su madre, con los ojos húmedos.
-Nada de lágrimas... me lo prometiste -se apresuró a decir Isobel con voz firme. <
-Claro, cariño -contestó la señora Chandler-, pero no puedo evitar pensar... bueno, ¿cómo han pasado tan deprisa todos estos años? Hace nada eras una bebé, y ahora vas a casarte.
-Alguna vez tenía que crecer -respondió Isobel, esforzándose para que su voz sonara ligera y despreocupada. No quería que sus padres sospecharan ni por un momento que no encontraba feliz en absoluto. Los quería demasiado. Había sido la ansiada hija de una pareja que había perdido la esperanza de tener niños, y desde el día de su nacimiento se habían volcado en ella. Ambos habían mostrado siempre un desmedido entusiasmo por todo lo que ella hacía, decía o pensaba, e Isobel había correspondido a su cariño con un afecto igualmente profundo.
-¿Y qué tal estoy yo? -preguntó la señora Chandler, dando un pequeño giro, e Isobel sonrió.
-Espectacular. -era verdad. La señora Chandler era tan alta como su hija; tenía el pelo rubio en lugar de oscuro como Isobel, pero ambas poseían los mismos ojos de color azul violeta y las mismas pestañas largas y espesas. Tenía sesenta años, pero su rostro aún era hermoso. El mal de Parkinson que padecía podía haber afectado a sus movimientos, hacer que hablara más lentamente, pero no le había hecho perder presencia-. Papá es un hombre afortunado -dijo Isobel, sintiendo que se le hacía un nudo en la garganta al pensar en su padre.
La señora Chandler se echó a reír.
-Si lo hubieras visto hace una hora -dijo-, no lo habrías descrito como un hombre abrumado por su buena suerte. Estaba enfurruñado intentando meterse en un esmoquin. Insistía en que podía meterse todavía en el que llevó cuando nos casamos, y por supuesto, no puede. Ha tenido que dejarse el último botón desabrochado, pero no creo que nadie lo note, ¿verdad? Todos los ojos estarán fijos en ti, cariño.
La idea la ponía enferma, pero volvió a sonreír e intentó parecer extremadamente dichosa ante semejante perspectiva.
-¿Cómo van los preparativos? -preguntó, cambiando de tema-. Lo siento, debería haber ayudado, pero...
-Pero nada. No puedes andar de un lado para otro con ese vestido, asegurándote de que todo va bien. Sé que estás nerviosa; yo estaba terriblemente nerviosa el día de mi boda. Pero hay suficientes manos abajo asegurándose de que nada falle. La comida tiene un aspecto delicioso y los invitados están empezando a llegar. Tu padre los está recibiendo, con la tía Emma y tus primos. Gastando sus chistes habituales. Ya sabes -concluyó, con los ojos llenos de afecto.