La mansión de los Cruz se alzaba como un castillo sobre la colina, imponente y arrogante, reflejando la riqueza y el poder de la familia que la habitaba. Un reflejo del dominio que Gabriel Cruz había ejercido durante años en el mundo empresarial, un hombre que había construido su imperio desde cero, pero cuya ambición, finalmente, lo había consumido. Ese poder que parecía inquebrantable, ahora se desmoronaba lentamente, arrastrando consigo a aquellos que lo rodeaban.
Pero en ese momento, nadie podría haber imaginado lo que se avecinaba, ni mucho menos el precio que la familia Cruz tendría que pagar.
Sebastián Cruz estaba en su oficina, observando por la ventana del estudio familiar. El sol comenzaba a ponerse sobre la ciudad, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rojos. Desde esa ventana, podía ver toda la ciudad, su ciudad. Un paisaje que había conocido toda su vida, pero que en ese instante le parecía ajeno. El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos.
-Sebastián, tienes que venir ahora. Es tu padre... -la voz de su madre, temblorosa y quebrada, le hizo bajar la mirada al teléfono que sostenía en su mano.
-¿Qué pasa, mamá? -preguntó, el tono de su voz reflejando una mezcla de incredulidad y ansiedad.
-Está muerto... Gabriel está muerto. Lo han matado... -la voz de su madre se cortó, incapaz de seguir.
El corazón de Sebastián se detuvo por un instante. La palabra "muerto" le retumbó en la cabeza como un eco lejano, mientras su mente trataba de procesar la información. Su padre, el hombre que siempre había sido sinónimo de poder, respeto y control, ahora estaba muerto. No podía ser real. No podía. Pero algo en el tono de su madre le dijo que era cierto.
Colgó el teléfono de inmediato y salió disparado hacia el lugar que más conocía en el mundo: la mansión Cruz. Lo que encontró allí lo dejó helado.
El cuerpo de Gabriel Cruz yacía en el suelo de su despacho, una escena macabra que parecía sacada de una pesadilla. El magnate estaba tendido boca arriba, con una herida profunda en el pecho. A su alrededor, la oficina estaba desordenada, papeles tirados por todas partes, y la silla de su padre estaba reclinada hacia atrás como si hubiera caído de espaldas tras un enfrentamiento. No había signos evidentes de lucha, pero sí había algo en la habitación que Sebastián no pudo identificar: la sensación de traición en el aire.
-¿Qué ha pasado aquí? -dijo con voz temblorosa, mirando a su madre, que estaba de pie junto al cuerpo, pálida y desconcertada.
-No lo sé, hijo, no lo sé... -respondió su madre entre sollozos.
Pero entonces, su mirada se desvió hacia una figura que emergía de las sombras de la puerta del despacho. Elena, su hermana, se acercaba con un rostro impasible. La fría expresión de su rostro contrastaba con el desconcierto de su madre, pero algo en su mirada indicaba que ella sabía más de lo que decía.
-¿Elena? -preguntó Sebastián, desconcertado por su actitud tranquila en medio del caos.
-Sebastián... -Elena le dirigió una mirada penetrante, pero no mostró sorpresa ante la tragedia. En lugar de eso, su tono era calculador y frío, como si estuviera acostumbrada a este tipo de situaciones-. Nuestro padre está muerto, y todo apunta a que tú eres el principal sospechoso.
El impacto de sus palabras fue como un golpe directo al pecho. Sebastián no pudo reaccionar de inmediato, atónito ante lo que acababa de escuchar. La mirada de Elena estaba llena de una fría determinación, como si ya hubiera trazado su propio plan.
-¿Qué estás diciendo? -respondió Sebastián, su voz ahora firme, pero llena de incredulidad.