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Capítulo 1 Una infancia feliz

Había vivido una niñez feliz, corría por el jardín de su casa, no éramos ricos pero estábamos bien, vivíamos en una hermosa casa, pintada de blanco en su totalidad, con decoración en colores tierra. Mi madre tenía un gusto exquisito, el arte era su pasión. Siempre me cocinaba unas deliciosas galletas con chispas de chocolate. Cuando nació mi hermana, estaba muy feliz. ¡Tendría una hermanita! Compartía todo con ella, hasta que fue diagnosticada con esquizofrenia. Sufría de convulsiones y su comportamiento era difícil de controlar. Nuestra vida cambió, nos ajustamos a las necesidades de Nicole. Mis padres nos amaban demasiado, trabajaban duro para mantenernos. Jamás tuve que trabajar o pedir, al menos no siendo adolescente. Cuando cumplí 16 años, mi padre murió de un infarto, dejándonos devastados a todos. Nuestros sueños se habían acabado y al parecer, la suerte también.

Como si la vida estuviera empeñada en borrarnos del mapa, mi madre fue diagnosticada con cáncer de seno. Pudimos detectarlo a tiempo, pero nos costó reunir para su operación. Su estado de ánimo no ayudaba, pero era comprensible.

Su otra mitad se había muerto. No me quedó más remedio que salir a trabajar. Trataba de emparejar los horarios de la universidad con los de la pizzería. Era camarera, me pagaban bien cuando doblaba turnos. Mi hermana fue empeorando, así que tuve que recurrir a unos amigos de mi padre para pedir ayuda, pero no me tendieron la mano. Era de esperarse: caras vemos, corazones no sabemos. No me quedó de otra que dejar la universidad y buscar otro empleo. Tenía dos trabajos y dos enfermas en casa. La vida no es fácil, pero no me rendiría.

Habían pasado seis años de la muerte de mi padre, mi hermana se mantenía estable, siempre y cuando estuviera medicada. Mi madre era otro caso, su cáncer había vuelto y esta vez para quedarse. Tenía metástasis, así que en cualquier momento la perderíamos. Debía aguantar humillaciones, desprecio, excesos y pare de contar, además de un horrible jefe. Bueno, no era un hombre horrible, ni mucho menos. Medía uno dos metros, de cuerpo fornido. Tenía ojos marrón claro, como la miel. Su cabello era como él, rebelde, un liso rebelde. Su piel era blanca, como su sonrisa. En el primer año de estar aquí, me enamoré perdidamente. Era mi amor platónico, pero él se encargó de matar todo con su espantoso trato. Seamos realistas, jamás se fijaría en mí.

Soy una mujer corriente, un poco gordita. Tengo cabello largo, color miel, el cual mantengo en un moño siempre. Me gusta andar formal, visto ropa holgada y mi montura de pasta negra le quita presencia a mi rostro. Así que es lógico que no se fijaría en mí. Él me llama el cuervo, porque según él soy una mujer gris, sin nada de atractivo. Lo escuché decirle a su mejor amigo, así que mandé todos mis sentimientos de paseo. Ese despreciable no merecía nada de mí.

Tenía que aguantar desprecios de ese desgraciado durante todos estos años. Me encargaba de sus comidas de lunes a lunes, mandaba su ropa a la tintorería y tenía que estar pendiente de sus compras, arreglos para la casa y el colmo de los colmos: cubrir sus citas. Los martes salía con mujeres morenas, los miércoles le daba oportunidad a una que otra modelo y los jueves eran libres, salía a beber con sus amigos, que por cierto, eran tan chocantes como él.

Los fines de semana los pasaba con su familia. El señor y la señora Duncan eran personas bastante buenas, o al menos eso era lo que suponía. Unas que otras veces, el señor me había ayudado con mis gastos médicos. Los hermanos del diablo eran totalmente distintos a él. Marcelino era el hermano mayor, estaba casado con una prestigiosa abogada, creo que se llamaba María, Remata o Maira, no recuerdo bien. John era el del medio, bastante centrado. No se le conocía novia, todos decían que era gay, yo la verdad lo dudo porque en una de mis misiones en la tintorería, lo encontré muy cariñoso con la administradora del lugar. Me hice la que no lo conocía y seguí mi camino. Max, alias el diablo, era el menor de los tres. Un hombre de negocios, había estudiado negocios en Harvard. Cuando su padre enfermó gravemente, se hizo cargo de las empresas y hasta la fecha lo ha hecho muy bien.

Como todos los lunes, llegaba más temprano a la oficina. Faltaban veinte para las siete, tenía el café listo y las carpetas

de los nuevos contratos preparadas. Debía llevar la ropa a la tintorería, pero eso sería para más tarde. Aparece el diablo, no estaba de buen humor hoy, pobre de mí. El teléfono de mi escritorio suena.

-¿Dígame, señor, qué desea? -le digo en tono profesional.

-¿Qué voy a desear de ti? Por favor, no me insultes tan temprano. Ven a mi oficina, ¿o es que se te olvidó que debes repasar la agenda?

Odiaba a este hombre, no entiendo cómo las mujeres podían aguantarlo.

-Sí, señor, ya voy -desgraciado.

Me levanto de mi escritorio, me hago la cruz y entro a su oficina.

-Señor, hoy tiene una reunión a las nueve con los mexicanos. Ya tengo preparados los contratos.

-Maritza, siéntate, tenemos que hablar.

-Usted dirá, señor -contesto con respeto, aunque por dentro quiero sacarle los ojos.

-Necesito que te cases conmigo, debemos fingir una relación. Aunque sea difícil de creer, todos conocen mis gustos. No me fijaría en un cuervo.

Aprieto mis manos en señal de furia, no aguantaba más. ¿Acaso había escuchado bien? ¿Se había vuelto loco?

-No me casaría con usted ni que fuera el último hombre de la tierra, señor Duncan. Es un «¡maldito desgraciado!». Es por eso que todos lo llaman el diablo y no se equivocan.

Cada palabra que sale de mi boca va impregnada de mucho veneno. Eran años acumulando este odio, y todo gracias a su mal trato.

-No nos casaremos por amor, ni Dios lo quiera. Es un simple contrato. Te pagaré una buena suma, así que ¿lo tomas o lo dejas? Si dices que no, igual esta despedida...

Lo miro a los ojos, sus labios se mueven pero aún no puedo creer lo que está diciendo. He trabajado duro todos estos años, no tengo este puesto porque sí.

-O sea que me quitarás el trabajo porque no quiero casarme con usted, señor diablo.

-No creas que porque me digas así me voy a poner a llorar -me sonríe con malicia-. Sabes que me he ganado ese apodo con mucho esfuerzo. Y si no aceptas, esta es tu despedida. Deberías aprovechar, te costearé ropa, salón de belleza y todas esas cosas que usan ustedes las mujeres.

-No lo necesito, así que renuncio «¡váyase al infierno!».

-Como digas, entonces espero que mueras en tu propia miseria.

Lo último que escucho al salir de la oficina es una carcajada. Después de tanto tiempo, me siento viva. Soy libre.

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Capítulo 1 Una infancia feliz

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Capítulo 2 Los Sucesos

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