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Amaneceres rojos, atardeceres violetas

Amaneceres rojos, atardeceres violetas

guangyue

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Capítulo

"Abai es pescador, como lo fueron su padre y su abuelo. Una mañana despierta en su viejo barco, el Latón, y descubre que el mar se ha ido. Este hecho, desconcertante y estremecedor, es el punto de origen de una odisea que le lleva a conocer gentes y países nuevos, siempre en busca de “su” mar y de una explicación al terrible acontecimiento de su desaparición. Este libro es la historia de esa búsqueda, un viaje inolvidable al que se enfrenta el protagonista con una voluntad indomable y una honestidad intachable. Una aventura a través de tierras y mares que le son desconocidos, donde la realidad y los sueños a menudo caminan de la mano, y al final de la cual Abai hallará mucho más de lo que iba buscando. Amaneceres rojos. Atardeceres violetas es un homenaje a la sencillez, a los sentimientos nobles, a la tierra, el viento y el mar. Al amor y a las palabras que surgen del corazón. A todo aquello que es indispensable en la vida. "

Capítulo 1 1.Idurk

Miraba a derecha e izquierda, de este a oeste, de norte a sur, despacio, aturdido. Su mirada se paseaba incrédula por la vasta cuenca vacía de lo que una vez fue el mar: el mar se había ido. Esfumado, evaporado, gone, finito, no more. Quizá algún mago poderoso y malvado se escondía detrás de alguna de las colinas que una vez fueron islas... No, allí no había nada, nadie, solo vacío, oquedad, empitness, suelo cuarteado, algas marchitas, anclas oxidadas, boyas olvidadas, pedazos de redes, rocas grises, sal...

Miraba a derecha e izquierda, de este a oeste, de norte a sur una y otra vez como un leal vigía olvidado. Buscaba una explicación: el cielo permanecía inmutable, las nubes siempre cambiantes y pasajeras, pero aquel horizonte era ajeno.

Un perfil desconocido y atroz de un paisaje de pesadilla.

Aferrado a la proa de su barco no entendía nada, nada. Las manos le temblaban, la saliva espesa, el corazón se le escapaba del pecho. Miraba al suelo: apenas podía creer que bajo el casco de su tan querido barco no se dispusiera el mar, siempre presente y pretérito como la materia de la que está hecha el subconsciente, tan propia, tan de siempre, tan infalible. Su barco, el Latón, seguía en pie pero cojo y paralizado, hipnotizado por un céfiro perverso, espantoso, que había robado de sus pies de metal el sustento de sus días. Parecía hibernando, o peor aún, herido de muerte, moribundo. O aún peor: muerto ya. Nada tenía sentido. Nada encajaba en su simple cerebro de pescador: el mar se había ido, gone, good bye, au revoir.

La magnitud del suceso sobrepasaba toda posibilidad de raciocinio, abrumaba su inocente lógica, cortaba de raíz los pequeños brotes de juicio. Todo era emoción, terrible, intensa, dolorosamente evidente. “Quizá vuelva esta tarde... Por la noche... Quizá mañana...”, intentaba consolarse. “Si todo se ha ido tan de repente, ¿por qué no puede retornar de la misma manera?”. Sin embargo, aquella tierra seca y vacía, el suelo que fuera fondo del mar, parecía contarle a través de efluvios de muerte y nostalgia que el mar se había ido para no volver, lo habían robado quizá aquellos dioses de la antigüedad de los que alguna vez oyó hablar en la escuela, los mismos que jugaban con los humanos juegos crueles de encantamientos mortales.

Se sentó en cubierta, cabizbajo, apesadumbrado. Echaba de menos el sonido de las olas rompiendo contra el casco, el zumbido del motor, el acoso de las gaviotas alrededor del barco. Se acordó de Dios. Quizá él se lo había llevado. Quizá como castigo por sus malos hábitos, por querer siempre más, otra captura, un poco más, más grande, un rato más... Comenzó a rezar en silencio, casi sin darse cuenta, las pocas oraciones que conocía repitiéndolas una y otra vez. Cuando acabó le preguntó: “¿Por qué te has llevado el mar?”. Fueron las primeras palabras que pudo articular, que se hicieron voz en su garganta desde que despertó aquella mañana. Su voz sonó extraña en mitad del vacío. Luego suplicó: “¡Por favor, devuélvemelo!... ¡Devuélvemelo!”.

Imploraba en sollozos, poseído por la desesperación.

—No volverá.

Una voz. Se incorporó súbito y se asomó buscando con la mirada: venía del suelo, tenía que estar cerca del barco. Bajó con cuidado a tierra por la soga de amarre.

—¿Quién eres?

—No volverá...

La voz surgía de detrás de unos arbustos, a la sombra de una roca. Se acercó y el corazón le dio un vuelco cuando vio a un enorme esturión yaciendo agonizante sobre una porción de suelo todavía húmedo. Nunca había visto tan hermoso animal, tan grande, con aquella coloración. Se asustó.

—No te asustes. Yo no puedo hacerte daño. Eras tú quien me pescaba, quien me sacaba del agua para acabar mis días despanzurrado, seccionado, humillado en un puesto del mercado, mi carne y mis huevas vendidas al mejor postor como simple mercancía. Aquí era el rey.

Jamás había sentido pena por un pez.

—Es cierto, y lo siento. Lo siento de verdad. Nunca había sentido pena por ti.

—Poco importa ya. Yo me comía al pez pequeño, tú me comías a mí. Siéntate, siéntate a mi lado. Acompáñame. Nunca he sabido tu nombre.

—Abai. Me llamo Abai.

Se sentó junto a la cabeza del enorme pez. Sintió deseos de acariciar su lomo.

—Yo me llamo Idurk y era el rey de este mar. Llevaba millones de años nadando en estas aguas. Antes éramos miles y miles...

—Hasta que llegamos nosotros.

—Las aguas comenzaron a temblar, transmitían sonidos extraños que tardamos en reconocer: el golpeo de vuestros remos, el susurro de vuestras barcas surcando las aguas, el sonido extraño de vuestras voces... Cada vez erais más, las barcas se convirtieron en barcos, los remos en motores de hélice. Ya no podíamos eludir vuestras redes, ni nadar más rápido que vuestros propulsores.

—Lo siento. Créeme que lo siento... ¡Cómo no pude darme cuenta!

—Poco importa ya, Abai. Ya ves que no hay mar y no volverá.

—¿No volverá? ¿Estás seguro? ¿Cómo lo sabes?

—Las aguas... Las vi marchar hipnotizadas, poseídas por un destino ineludible e incomprensible. Como el destierro de un ejército fantasma. Cantaban cánticos de despedida, bellos, muy hermosos, tristes. “Nuestra hora ha llegado”, decían como si hubiesen estado esperando una señal desde los primeros amaneceres del mundo. Yo no podía entender. “Idurk, ¿vienes?”, me preguntaron. Yo les respondí que no podía marchar, que esta era mi casa, mi reino, que no entendía por qué tenían que partir. “Entonces morirás, ¿lo sabes?”. Yo simplemente asentí.

—¿Y el resto de los peces?

—Algunos se fueron. Otros se quedaron a mi lado pero ya han muerto y otras bestias han dado cuenta de ellos. A mí ya me queda muy poco.

—Si pudiera ayudarte...

—No puedes, Abai. Es mi destino, ahora lo sé y estará escrito en alguna parte en una lengua quizá olvidada en algún remoto rincón del universo. Mi hora ha llegado, mi cuerpo sustentará otras vidas.

—Pero tu espíritu perdurará siempre, ¿verdad?

—Mi espíritu nunca se ha extinguido, Abai, y nunca se extinguirá. Es el mismo hálito que habita en el interior de todos los seres vivos. Ahora me despido. Déjame estar.

El enorme esturión expiró. Cerró los ojos y su respiración cesó. Abai lo contemplaba compungido. Acarició su dorso húmedo y frío y lloró.

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