Amaneceres rojos, atardeceres violetas
una cesta de frutas o una pieza de cordero comprada en el mercado. Caminaba despacio por el polvoriento camino, le pesaban las piernas, le pesaba el cuerpo como en esas pes
ujero negro instalado en la tierra. La evidencia era demasiado abrumadora, aquello no era una pesadill
e el ánimo: el viejo porche, las dos ventanas con las cortinas de flores azules de su madre, la puerta de entrada verde con el pomo negro, el tejado
llevaba años sumido en crisis de ausencia cada vez más frecuentes y largas, hasta llegar a un estado de alejamiento permanente en el que solo por unos instantes parecía volver a la vida real, reconocer a su esposa, su casa, su viejo entorno, a sí mismo, para volver a partir, de la misma manera que había llegado, hacia algún recóndito lug
la,
o que no le había reconocido. Subió los tres escalones de madera qu
, pad
tigo del gran desastre que se acababa de producir. A su padre, hombre recio de mar, de quien había aprendido todo lo que sabía sobre la pesca, la navegación, los
Sonrió a su hijo con dulzura y
oír vo
, ya s
mar? Sí,
tancia, lo cual dejó a Abai algo con
venido a vernos.
algo que Abai no pudo entender, a la vez que
alegra de q
incluso las sensaciones que le transmitían los sentidos. Lo que no le gustaba, simplemente, no existía, y lo que a ella le hubiese gustado, con la misma simpleza, lo fabricaba de la nada
ya no
n, entra, ¿te qu
ue sí.
, como siempre. Bien se me
la no era plenamente consciente del estado de su padre, o quizá sí
con la cesta llena de pescado y un cigarrillo entre los labios. La misma bicicleta con la que él había aprendido a pedalear. Accionó el timbre, sonó apagado y ronco como un grillo muerto al que el viento hace frotar las alas por
encontraba al otro lado. Miró a su padre, sus ojos abiertos, parpadeos lentos y espaciados, su expresión imperturbable. Parecía también contemplar las colinas como si supiese que algo fatal había ocurrido más allá. Aferró su mano dura y huesuda, sitió su piel gruesa, fría, acarició la mancha amarilla de nicotina en su dedo índice de los miles de cigarrillos que había fumado. Se preguntaba si notaría el contacto de su mano. Frunció el ceño como si hubiese visto algo en e
r como un autómata lo que su mujer cocinara sin mostrar ningún tipo de emoción. Cuando la comida del plato se acababa, permanecía quieto, inexpresivo, con la cuchara todavía en su mano derecha. Entonces, su mujer, pacientemente, le retiraba la
es, padre, q
ante tantos años había sido su hogar, hasta el día en que decidió que el Latón sería su casa. No había cambiado nada: la cocina de leña de su madre, la misma mesa y las mismas sillas, el mismo suelo de madera, las mismas estanterías, los
agujas, hilos y otros útiles de coser. Se colocó unas gafas de leer
e duer
gita, mueve las piernas con fuerza y me da patadas. A vec
chaba en
se pone muy inquieto,
razón en el pecho al oír
sé cómo pod
as gafas de aumento. Este se dio cuenta de que estaba muy cansada, habí
basto sola para c
recisa. No admitía réplica. No necesitaba aclaración. Abai permaneció callado. Intuyó el doble sentido de su respuesta: por un lado, el de esposa dedicada con orgullo, por otro, el de madre compasiva. Con sencillez, sin ceremonias ni grandes gestos, haciendo una breve parada e
ía sin pudrir, y lo hizo pedazos. Primero lo despojó de ramas y las arrastró hasta los lindes del bosque. Luego, con el tronco ya pelado, se dedicó a trocearlo con golpes certeros, calculados, sin derrochar energía pero descargando su furia en cada golpe del afilado metal contra la indefensa madera. Le llevó tres horas despedazar al gigante caído, mares de sudor y arañazos por la cara y el cuerpo como si el viejo árbol hubiese estado defendiéndose. Se concentró en su faena, consiguió abstraerse de la realidad por unas horas, absorto en la mecánica de cada golpe de hacha. El sonido terrible y seco del metal contra el tronco parecía atemorizar al resto de los árboles. Luego cargó con cada madero hasta la carretilla, y una vez llena, la empujaba despacio pero con gran determinación hasta la casa de sus padres. La misma operación la repitió incontables veces aquel día, una y otra vez, has
Pa
on la cabeza sin aparente sentido y el
dre
una voz cas
e me has reco
a iluminado su día como u
se asomó
comer algo o v
, ma
cuerpo dolorido. Se giró despacio, se acercó hasta su
que el gran árbol
ba
lo más alto justo antes de descende
rtarme sin miedo, yo ya es
o, yo no
taré el fuego que calentará a tus padres
ena. El viejo árbol
. Aquí ya no hay nada pa
vol
El mío ya ha terminado. Nací de una pequeña semilla, crecí a través de innumerables primaveras, soporté nieves y vientos helados, alcancé una altura que nunca creí imaginable. Llegó mi hora y lo ac
la caseta buscó bajo un ladrillo una vieja caja de metal donde guardaba sus ahorros. Volvió a la casa, sus padres aún dormían. Dividió los billetes en dos grupos: uno grande y otro pequeño. Cogió el fajo grande y lo metió en la caja de coser de su madre. El pequeño lo dobló cuidadosamente y se lo introdujo en el bolsillo. Luego, sin hacer ruido, volvió a salir de