Amaneceres rojos, atardeceres violetas
sado que los héroes de guerra vivían un retiro glorioso lleno de honores y comodidades, pero aquel no parecía ser el caso de Misha Morózov, esto es
de Stal
traba en la tercera fila de gente, junto a un hombre mayor que él que llevaba dos d
idiota viv
quiere
rio de su compañero de viaje. Este dio una
el tren de un lado para otro contando hist
que se pasa e
que vive
n s
este viaje. Siempre está a
parecían un disfraz. Se imaginó que dentro de él habitaba un anciano delgado y frágil
aderas sus
.. No import
upongo
veterano de guerra tendrá el pasaje gratis... ¿Y su familia?... Quizá no tiene familia. Tampoco hace mal a nadie...". Empezó a parecerle un pobre viejo olvidado, un p
Pronto se dio cuenta de que no le gustaba la playa ni dar largos paseos a la orilla del mar, así que se dedicaba a ver la televisión durante horas y horas en el salón del veterano y a beber vodka. Un día tuvo que viajar en tren a Chelyabinsk. Se puso sus mejores galas a pesar de que el viaje duraba días: echaba de menos el respeto que infundía su uniforme en la población civil. Viajaba orgulloso, enfundado en su flamante uniforme, impasible ante las
san
pregunta, como "¿es usted un héroe?", "¿Ha estado en la g
o, pesan
ño captó enseguida el mensaje implícito y bajó la mirada avergonzado, pero algo provocó aquel gesto infantil en el corazón de M
o pero cuesta
la cara. Morózov casi sonrió. Se había con
ganado en
gun
guerra
Qué sabes tú
la experiencia, que estuvo deseando que terminaran en Chelyabinsk los festejos del vigesimoquinto aniversario del fin de la guerra para volver al tren a repetir tan emocionante vivencia. Ocurrió lo mismo en el viaje de vuelta: él relatando historias ante una improvisada audiencia entregada. Descubrió un talento oculto: el de narrador. Comenzó a darse cuenta de qué partes del relato gustaban más, aprendió a recrearse en detalles, adornarlos de fantasía, el recuerdo
tón de doce hombres habían hecho prisioneros a ci
ni con el peso de sus propios cuerpos, las man
u voz cuidadosamente calibrada. Parecía un contador de historias profesional. El llanto de un bebé distrajo la atención de Abai. La madre, que lo sujetaba en bra
sin resistencia, parecían pedirnos
nzaba a buen ritmo. Estaba ansioso por llegar a Manqdash y reencontrarse con el mar. Se dio cuenta de que no tenía ningún plan, confiaba ciegamente en la inspiración, en su suerte. Apenas había dado opción en su mente a la posibilidad de que algo no fuera b
r. Un momento de flaqueza. Se sintió solo por primera vez desde que abandon
a qué se
efinería. Asint
rcos en
Cientos
ro le miró
barco... E
h.
mar se fue.
. Debió de
mi esperanza pu
s visitaba una vez al mes. Abai se sintió animado después de conversar. "Cientos de barcos...". Se imaginaba surcando las aguas otra vez, contemplando el amanecer desde la proa, echando las redes. Le asalt