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Amaneceres rojos, atardeceres violetas

Capítulo 4 4.Tormentas de arena y submarinos que duermen en el fondo del mar

Palabras:1884    |    Actualizado en: 06/02/2023

eros que ocupaban el vestíbulo se habían acercado hasta los altos ventanales contemplando la calle. La puerta se abrió bruscamente y un matrimonio de mediana edad entró con

s y preguntó a la persona más

rmenta d

que esta quedó desierta. Casi al mismo tiempo el fuerte viento comenzó a lanzar millones de diminutos granos de arena en todas direcciones, estrellándolos contra los ventanales, las paredes, el suelo, cualquier estr

xpresiones en las caras de la gente, escuchaba divertido cómo variaban los tonos de voz explicando esto o aquello. Volvió su mirada hacia el gran reloj: las ocho y siete minutos. El vestíbulo se había poblado considerablemente debido al retraso de algunos trenes. Pasajeros intranquilos atosigaban a preguntas a los empleados para

Aproximadamente tres horas... Sí, eso es... No es culpa mía, señora... El tren llegará, es todo lo que sabemos, ¡no l

e... No, no hay problemas... ¿Billete a dónde?... Claro, claro... ¿De dónde dice usted que viene?... Llegará tar

e metálico donde iba vaciando la basura barrida del suelo. Las piernas arqueadas, parecía cojear levemente, la expresión de su cara, inmutable. El reloj: las diez y treinta y siete minutos. La noche, en el exterior, cerrada. La temperatura dentro del vestíbulo había descendido considerablemente, se enfundó un jersey verde musgo de lana que gu

dónde

a pregunta. Tardó unos

nqd

. ¿Tienes f

N

rrer apoyándose

os te llevan

o sé. No es

rumb

Yo era pescador y el m

ma

la mujer se ll

omo tú. Abai no se

l mar se

¿También e

bmarino fue su tumba.

o. ¿Tiene

s hijas

el, en cada movimiento, cada gesto. Un dolor invisible, profundo,

te, mu

as, lo

uel pobre hombre antes de morir, al saberse atrapado y sin salida! ¡Qué angustioso final! El mar era hermoso y cruel a la vez, lo sabía, pero no por ello dejaban de impresionarle las historias de naufragios, tempestades, cuerpos arrojados a la orilla yaciendo inertes sobre la arena, escupidos sin dignidad por el inmenso coloso en una demostración fr

dicho que v

lla imagen le acompañaría el resto de su

cho minutos. Quedaban menos de dos horas para el tren de las siete cincuenta y siete a Manqdash. Salió al andén principal, el cielo todavía oscuro, el aire frío le golpeó la cara y le llenó las fosas nasales de la esencia a diésel quemado y grasa de maquinaria pesada que impregnaba las traviesas de madera de la vía. Se acercó hasta el borde del andén y miró a derecha e izquierda: una luz roja brillando a lo lejos, el depurado paralelismo de las vías convergiendo en la distancia. Reinaba el silencio, solamente roto por el tenue ulular del viento. Se abrió una puerta, salió un individuo con una chaqueta de uniforme desabrochada y una gorra con la visera demasiado levantada. Andaba despacio, parecía que también acababa de despertar. Encendió un cigarrillo. Abai le miraba curioso pero él le ignoró. La brasa del pitillo cobraba vida con cada calada, se atusó la camisa por dentro del pantalón mientras sujetaba el cigarrillo con los labios, luego se llevó una mano a la visera de

ran luz en la frente, devorando millas y millas de rail. El tren por fin llegó hasta la estación y pasó delante de ellos como una exhalación. El ruido era ensordecedor y además levantaba un vendaval a su paso. Abai se apartó más lejos y volvió la cara hacia otro lado. Por el rabillo del ojo veía pasar a gran velocidad vagones cisterna, otros rectangulares, cerrados, otros cubiertos con una lona... Era un largo tren de mercancías en dirección Manqdash. Le pareció increíblemente largo. Se maravilló de cómo la máquina podía tirar de todo aquel peso. Pasó de largo con la misma presteza que había llegado y contempló el último vagó

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