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Amaneceres rojos, atardeceres violetas

Capítulo 3 3.Una ciudad sin alma en mitad de ninguna parte

Palabras:3646    |    Actualizado en: 06/02/2023

ecesario. Recogió lo que creyó imprescindible, lo metió en su viejo saco de lona y partió, sin las ideas demasiado claras, pero lleno de determinación. Dejó al pastor de cabras con l

de el camino pudo contemplar el esqueleto del viejo rey completamente pelado. Solo quedaban los huesos, pero incluso

a botella de vidrio transparente y se sentó en una roca. Sentía un hormigueo en el pecho, una intranquilidad mezclada con emoción: la emoción de hacer frente a lo desconocido, el entusiasmo de comenzar de nuevo casi con lo puesto, per

tía como en casa. Sabría ganarse la vida: pescar, navegar... Haría lo que fuera. Echaba de menos su olor, el ruido de las olas, la brisa cargada de humedad y de sal, su omnipresente vastedad, la oscuridad de sus entrañas, la nítida línea del horizonte siempre inalcanzable, siempre presente, siempre perfecta. Se acordaba de su amigo Toksan, de cómo había emprendido el mismo camino que él tres años atrás, después de una fuerte pelea con su padre. No había sabid

madera del carro, pronto se hicieron bien distinguibles. Cuando llegó a su altura, el carro paró. Le invitaron a subir y aceptó gustoso. El carro iba cargado con sacos de carbón. Se acomodó en la parte de atrás. Un muchacho de unos diez años giraba la cabeza constantemente para contemplarlo, el pelo cortado a cepillo, los ojos grandes y curiosos. Le preguntó su nombre y el muchacho le dijo el suyo. Su padre, a su lado, llevaba las riendas, sin mirar atrás, con aparente despreocupación. Comenzó a cantar en voz baja. El niño abandonó el lugar junto a su padre y se sentó junto a Abai. Le p

o te

n mi casa, con mi m

has, el pescuezo rollizo quemado por el sol, la cabeza cubierta

aba más l

ensó unos segund

ucho... Ab

estudiase pero yo no quería estudiar. Me gustaba demasiado el ruido del motor del barco al arrancar y c

iraba con sus gr

a propósito, pero yo me daba cuen

a sucesión de imágenes de su padre, el Latón, el mar, las r

qué

años. Luego él enfermó y

ú s

mi casa. Pero ahora t

a con ojos inquisiti

r desa

e decían en el último pueblo

que estamos rodeado

e vas con tu amigo,

ie

bién me habría g

como aparentaba. El padre manejaba el dinero con soltura. Algún cliente quiso regatear sin éxito. El fajo de billetes doblados, ajados y sucios entraba y salía con ligereza del bolsillo del pantalón. Se palpó el propio bolsillo para cerciorarse de que su dinero seguía allí. La segunda mitad del carro tardó más en vaciarse, pero en unas dos horas, ya no quedaba nada excepto manchas negras y polvo de carbón. Abai fue invitado a comer,

ya. A partir de Makyu la carretera es asfaltada. Siempre hay

Casi todos iban en dirección contraria, el resto eran locales. Por fin dio con una familia uigur, los reconoció por los colores de sus vestimentas. Se entendían en ruso. Iban a Makyu a visitar a unos familiares que trabajaban en la mina. Lo podían llevar en la parte trasera de la camioneta, ya que después del mercado quedaba vacía. Fueron en dos vehículos, ambos llenos a rebosar. La camioneta la conducía el padre, mas la hija, el yerno y el hijo pequeño

viviendas, de dos pisos de altura, todos iguales. Se despidió de los uigures rechazando y agradeciendo varias veces su hospitalidad. Quería descansar tranquilo e intuía que no iba a ser posible si seguía con ellos. El aire olía a polvo de mineral y a diesel. Localizó un hotel, que en realidad era una pensión barata, y pagó una noche en una habitación a

do el único ocupante de la habitación. La luz natural que entraba a través de la ventana se había atenuado bastante. Calculó que habría dormido unas tres horas. Sentía un vacío en e

ando a entender que no estaba allí para responder a preguntas complicadas. Con mal disimulado esfuerzo le indicó otro bar restaurante, en la otra punta de la calle, donde podría encontrar algún camionero. También le explicó, sin que Abai se lo pidiera, que había un servicio de autobuses, dos veces al día, que le llevarían hasta Ulya. Abai dio las gracias y salió de la pensión. Caminó la larga acera, las casas iguales. Pensó que era un lugar sin alma. Encontró el restaurant

mineral y se acordó del viento frío, tan húmedo y salado de los amaneceres en el mar. Miraba con ansiedad los camiones abandonar el recinto vallado, pesados, rugiendo a aquella hora tan temprana, llenando el aire de humo negro, esparciendo su fragancia a diésel quemado. El tercer camión era el suyo, reconoció al conductor y le hizo una seña con el brazo. Era un hombre joven, de un pueblo cerca de Makyu, soltero. Vivía en una pensión y tampoco le gustaba aquel lugar, pero se ganaba un buen dinero. Soñaba con tener su propio camión. No hablaron durante un buen rato. La carretera era llana, c

ctura alargada, negra y rectilínea a mano derecha,

l mar Caspio. “¡El mar Caspio!”. Sintió una s

tá l

cho. Pero nu

n Manqdash? El camion

s un puerto d

N

er... Se le antojaba una vida demasiado controlada, demasiado dependiente de órdenes, un trabajo demasiado ceñido a una rutina, a una ruta, una carretera. Nada comparable con navegar en su propio barco sobre el ancho mar, la aventura de cada día, hoy aquí, mañana allá, a merced de las inclemencias del tiempo, los caprichos de las corrientes.

bes que se transformaban en la cara de su padre, ciudades cuadriculadas con habitantes que no sonreían, familias uigures de coloridas vestimentas... Despertó con el cuello dolorido. Ulya empezaba a verse en la distancia. El camión adelantó a

llo es

S

, los carriles se duplicaron. El camión se desvió de la ruta principal que parecía llevar al centro de la ciudad y tomó una carretera que bordeaba el río, ancho, de aguas opacas, fajado entre grues

ábrica está al otro lado del río

rse, lento y pesado, exhalando humo negro por los tubos de escape. Luego se

mas de un puesto de comida callejera, se dirigió hacia él y pidió dos arenques asados al carbón sobre una parrilla mugrienta, que le sirvieron con un pan plano y verduras. Devoró la comida con avidez, sentado sobre un taburete bajo de madera. A su lado la multitud iba y venía, ajena a él, poseída por el embrujo capcioso de la prisa. Se sintió feliz con el estómago lleno. Había llegado hasta Ulya en su segundo día de marcha, ahora debía encontrar la manera de llegar hasta Manqdash. Le preocupaba que la policía le pidiera la documentación, nunca había llegado tan lejos y eso le hacía sentirse vulnerable. Poseía un pasaporte en regla, renovado obligatoriamente cuando cumplió veinticinco años, que hacía las funciones de documento de identidad. No debería encontrar problemas, pero

editaba si debería comprar un billete de tren o buscar otro medio de transporte. No era una gran suma de dinero pero tampoco despreciable. Al rato se decidió, se acercó otra vez hasta la ventanilla y compró el billete más barato. Luego, con el billete en la mano como un preciado tesoro, buscó un banco tranquilo, colocó el saco a modo de almohada y se tumbó a descansar. Decidió que dormiría allí si nadie se lo impedía. Contemplaba el enorme reloj del

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